Un precioso día para visitar la feria del centro, sì señores. Temperatura agradable, cielo despejado, los vecinos intentando digerir que este «paraíso» no nos va a durar siempre y una servidora pretendiendo convencer a la familia que en «el centro» hace demasiado calor. Como el año pasado y todos los anteriores de nuestra vida malagueña. Siempre pierdo. No tengo carácter así que aquí me tienen, «vestidita de domingo», esperando poder terminar tranquilamente esta crónica sin que tenga que dejar a mi paso demasiados cadáveres. Los mìos se ríen entre dientes. Creo que no me toman en serio. Esta madrugada he iniciado una nueva novela cuyo relato empieza en el Pedregalejo de principio de la década de los cincuenta, aunque, quizás- como me suele ocurrir- luego la ubique en cualquier rincón de España o de África. que conozca. Deséenme suerte, la necesitaré.

Como abuela veterana que soy permítanme un consejo: Cuando se les ocurra disfrazar a una criatura, cosa muy corriente en las fechas que corren, que ellos-as estén de acuerdo con el ropa elegida. No hace ni media hora que he presenciado un suceso en el que el protagonista ha conmocionado a todo mi vecindario: Un niño de cinco o seis años estaba gritando como «poseído» : «Quítame esta ropa, yo no soy una niña». El niño iba con pantalón estrecho, botas de media caña, blusa de lunares azul turquesa, y sombrero de «ala ancha». El problema del mocito eran los volantes de su blusa: idénticos en color y en forma a los que llevaba su hermana mayor. A veces, no somos conscientes del daño que hacemos con estos pequeños detalles. La culpa la tenemos todos, el dolor de estos infelices puede ser muy perjudicial en estas edades en las que, todavía, son incapaces de ver más allá de sus naricillas. ¡Ojo!