Escribía Albert Camus en sus Carnets (1937-1939) que en septiembre los «caroubiers» - los algarrobos- extendían por toda Argelia el aroma de sus frutos. Como si la tierra descansara después de haberse entregado al sol.

En el lugar donde vivo, Marbella, se dan buenos ejemplares de algarrobos. Algunos de ellos, casi centenarios, fueron trasplantados hace escasamente un par de décadas. Es obvio, por su porte y su pujanza actual, que la nueva tierra en la que ahora crecen sus raíces les ha sido propicia. Como los cinco algarrobos que adornan la rotonda que lleva el nombre del que fuera un buen amigo y convecino: Alejandro Dogan. Vivía con su mujer, Fernanda, en La Virginia de Marbella. Uno de los rincones más bellos de la costa malagueña. Se unió a nosotros para defender a esta ciudad de los saqueos y desafueros de aquellos depredadores que ensombrecieron durante unos años su historia, tantas veces portentosa. Fue una buena idea la de poner su nombre en esa rotonda camino de La Virginia, de las cascadas de Camoján y la Sierra Blanca. Con aquellos frondosos algarrobos, como los megalitos de un Stonehenge mediterráneo. Un muy merecido honor póstumo para un aguerrido y cosmopolita liberal, venido de lejanos lugares y enamorado de este pueblo. Y además ahora puede hacer compañía a otro buen amigo, cuya estatua hace guardia en el otro extremo de la avenida: aquel gentleman español, irrepetible y marbellí, don Jaime de Mora y Aragón.

Durante algún tiempo no supe que el algarrobo era el «carob tree» de ya lejanas lecturas inglesas. Suele ocurrir. Cuando el proceso de asimilar nuevos idiomas es rápido e intenso, no siempre tenemos tiempo de consultar el diccionario. Llegué a intentar imaginar cómo sería aquel «carob tree» bíblico, al que presté exóticas cualidades. No en vano era llamado por los ingleses el árbol de San Juan. Devotos comentaristas llegaron a afirmar que, según San Mateo, Juan el Bautista, durante su estancia y su predicar en el desierto, no solo se alimentaba de insectos, sino de nutritivas y dulces vainas de los «carob trees». Las mismas algarrobas que remediaron las hambres de tantos cientos de miles de españoles durante nuestra atroz e incivil guerra y los ásperos años que la siguieron. Pero finalmente se confirmó que la palabra que San Mateo utilizó en sus textos para evocar el alimento del Bautista no era la que se refería al providencial fruto del algarrobo. Las siempre generosas algarrobas. Sino una especie de saltamontes, conocida en Israel como la langosta peregrina o del desierto. Plaga tan devastadora como temida por los que viven en aquellas tierras.

La realidad histórica puede ser tozuda. Y el otrora llamado árbol de San Juan ha sido una de sus víctimas. Pero los algarrobos de Marbella - y especialmente los trasplantados- están espléndidos. Ruego a mis dos amigos citados, ausentes ahora y probablemente en un mundo mejor que éste, que intercedan por ellos.