En el continente Norte la dieta mediterránea -de la que nadie podrá decir con justicia nada malo- por desdicha siempre ha tenido éxito limitado. La comida nunca se ha gozado como arte, sino como religión (menos sutil siempre). De hecho la religión en el Norte es comer, y la comida es el rito central de cualquier festejo, aunque, para guardar las formas, antes de la ingesta se pasee algún santo en andas, o haya unas palabras de homenaje a alguien. No se sabe si esta religión procede de la memoria del hambre, en tierras que fueron muy pobres, de un conjuro dietético de las células frente al mal tiempo, o del propio paganismo surgido de estar tan pegados a la tierra y tan dejados de las estrellas, pero el fenómeno es ése. De hecho, cada producto tiene su celebración y es festejado por todo lo alto, como si fuera un santo, y en realidad lo es. En general el viajero se convierte enseguida a esta fe tan grosera.