Las olimpiadas, como las bicicletas, tal vez son también para el verano. Están hechas de torpor, de esa misma sustancia viscosa y majadera de la siesta con mosquitos, de la comunión de la piel sudada con la gota de sandía, del exceso de la copichuela y del Tour. El mundo, en toda su enervante variedad, llega al mes de agosto y sucumbre. Y fíjense que se afina de manera extraña: con gente mirando deportes que no entiende, llenándose por una vez de compatriotas con apellidos rusos, dejándose arrastrar en plan manirroto por la épica de bolsillo, que casi siempre es como de Berlanga y, por lo tanto, nacional. A los juegos le pasa lo contrario que a John Cage y lo mismo que a la poesía del flamenco, que pierde gracia cuando se conceptualiza. Esto es, cuando se pasa de hablar de olimpiadas al olimpismo, y se dicen entonces cosas como espíritu olímpico, metiendo también ahí, como una cuña entre el negocio y la banalidad, los asuntos del alma -y luego le acusan a uno de mezclar-. En pleno siglo díscolo y XXI, después de la enésima muerte de dios y de la patria, al hombre le queda todavía currrárselo más a fondo y darle más de una vuelta al reemplazo afectivo para masas de la religión. Nada hay más penoso que ver al mundo intentando confusamente calzar sentidos profundos donde en realidad, y en este tiempo, no queda mucho que rascar, ya sea por la vía patriotera -con independencia de lo que digan y giman nacionalistas y demás filosofías boys scout- o por la más comúnmente accionada del deporte. Reivindicar, como hace el tal llamado olimpismo, el aspecto noble y supuestamente ético es una de las peores ñoñerías con las que uno puede echar el cierre a la sobremesa y ponerse a dormir. Y no sólo porque toda esa cháchara infantiloide no es compatible con el sentido contemporáneo de la competición, que es el del espectáculo, con toda su pirotecnia de Broadway, sus millones y sus complementos vitamínicos al límite del mejunje y de la alquimia de salón. Como lector avisado de poesía uno ha crecido lo suficientemente cerca del demonio de la cursilería como para admitir la clase de zarandaja que ilustra en estos días buena parte de los editoriales de cierto tipo de prensa española. Leo, en concreto, uno de un periódico de gran tirada que en sus primeros párrafos se lamenta de la situación de Brasil -donde prácticamente ha habido un golpe de Estado encubierto- y acto seguido se anima a pasar página y atender a lo verdaderamente importante, que es el olimpismo. O sea, no se sabe muy bien qué. Este tipo de razonamientos, además de evidenciar la tontería, entre Disney y concejal de fiestas, del personal, refleja el fracaso de este tipo de competiciones y macroeventos mastodónticos, donde no sólo se ha caído en el pecado menor del empalago y la mojigatería filosófica, sino también en el desastre financiero. Los juegos, como la Expo -ay, quién habla ya de la Junta y de esas obras- pueden ser una oportunidad, pero también una condena, un auténtico yugo económico para las sociedades y para la población. Dentro de muy poco el mundo dejará a Brasil con sus tribulaciones y sus corruptelas oligarcas. Y lo único que quedará es una siesta más de transistores reconvertidos en postcast siguiendo la Christianización del mundo, la de Ronaldo, que ésteticamente es mucho peor que la otra, pese a su leve inquisición. Eso, y quizá lo más humano y conmovedor de los juegos: los deportistas que no se llaman Neymar ni Parker ni Nadal y que han sufrido toda su vida la marcialidad del deporte de élite sin disfrutar de los beneficios del show businness, los que regresan al anonimato y a la España del sueldo cutre, vencidos como viejos pianistas ucranianos. Utilizados, también ellos, por el aburrimiento y la necesidad de patria o de dios.