Antonio: «Mi padre se esforzó en convencerme de que los hombres no lloran. Cuando llegaba llorando del colegio porque el matón del patio me había pegado, su frase era siempre la misma: los hombres no lloran. Cuando me rompí un brazo jugando al fútbol, la repitió. Cuando me enfadaba con mi hermana Ana, cinco años mayor y mucho más fuerte, lo volvía a decir. Los hombres no lloran. Ni siquiera cuando murió mi abuela Úrsula me permitió derramar unas lágrimas de pena. Lloran las mujeres, Toni, los hombres no. Mi madre callaba, mi madre siempre calló. Cuando intentaba ayudarla en las tareas de casa porque llegaba derrengada después de pasarse 14 horas limpiando casas ajenas y luego la propia, ella me lo impedía con una sonrisa de gratitud. Ya sabes lo que piensa tu padre de eso, me decía.

Yo tenía 21 años cuando mi padre se cayó del andamio. En su funeral, aunque ya no había nadie que me lo prohibiera, no lloré. Supongo que se habría sentido orgulloso de mí, aunque, realmente, la ausencia de lágrimas se debía más bien a la incapacidad por sentir dolor con aquella pérdida. Para mi madre fue una liberación, aunque ella sí se enlutó y estuvo muchos meses con los ojos enrojecidos. Por razones que yo ignoraba, quiso a aquel hombre que siempre la trató como a una criada y a la que no recuerdo que dijera jamás una palabra de cariño.

Por ella me impuse no guardar rencor a un hombre de quien nunca supe cómo abrazaba. Pero siempre me quedé con las ganas de haberle dicho a tiempo que de no ser por la educación que recibimos muchos, tanto de padres como de madres, habríamos desarrollado como es debido nuestra capacidad para exteriorizar los sentimientos, para ser más humanos y convivir con nuestras lágrimas».