Como cuando se desliza con su silla de ruedas sobre esa plataforma transparente y conecta su cerebro con todo lo que late en el planeta.

No tuve que esperar a la primera película de Bryan Singer sobre la Patrulla X -hace 16 años y parece que se estrenó ayer- para sentirme como él, porque yo ya le había visto en aquellas viejas viñetas en blanco y negro, en aquellos tebeos de la Marvel Cómics Group que yo compraba usados en la pequeña frutería de la calle La Unión que estaba detrás del bloque donde vivíamos mi hermano y yo con mis padres, en la Málaga de barrio donde crecí.

Stan Lee y Jack Kirby fueron los creadores de aquellos personajes en 1963 que yo devoré en la década siguiente. Aquellas páginas fueron mis ventanas de papel hacia un mundo fantástico que hacía del barrio un estado transitorio, mucho más llevadero que sin aquella pasarela mental hacia otra dimensión, ajena a las coordenadas del eje espacio temporal (cuántas veces habré leído en uno de aquellos viejos cómics una frase parecida).

Los rostros de jóvenes perdidos por su condición de anomalía natural, mutantes, se confundían en el cerebro del profesor Charles Xavier amplificados por aquel mega ordenador buscante (sé que no existe la palabra en español pero me gusta tanto€) Ayer se me confundían a mí en la máquina del tiempo de mi propio ordenador personal, navegando entre fotos indexadas por defecto con un lacónico y ajeno 134.JPG, y así. Cientos, miles de fotos, navegadas al disco duro del ordenador desde teléfonos móviles que fueron cámaras fotográficas que inmortalizaron, pero menos, instantes congelados de mi propia vida y de quienes han ido pasando por ella desde los primeros años en que ya íbamos con móvil en el bolsillo y éstos tenían la cámara incorporada. Hasta un momento de sus vidas, quienes comparten generación conmigo, tuvieron sobres con los negativos y el revelado de carretes de imágenes en papel fotográfico, álbumes recordatorios de viajes con las fotos más o menos ordenadas, bolsas de plástico o cajones de zapatos llenos de quienes fuimos. Aún los podemos acariciar y todavía las filas de negativos están metidas en esas tiras casi opacas de papel cebolla o de textura parecida. Tocas, casi, con las yemas de los dedos el paisaje plano de aquellos veranos, aprovechando que aún dura el agosto éste. Intentas acariciar el cabello de tu madre, el rostro de aquella novia que volviste a ver décadas después y pensaste de manera absurda que ella era su madre cuando te abría la puerta de aquella casa treinta años antes, el lomo de aquel perro al que tuviste que sacrificar porque el tumor en el pecho ya no le dejaba caminar, aquel tú que ya no eres y parece mirarte en ese trozo de cartulina que aún llamamos fotografía.

Se convertirán en polvo, supongo, porque son. Pero en qué se convertirán esas centenares, miles de imágenes virtuales jpg o gif o leche que están aún por nominar, momentos de nuestra vida que andan flotando almacenados por la inercia en el ordenador o en algún disquete obsoleto y perdido en alguna caja sin abrir aún desde la última mudanza.