Celebro que el Registro Civil haya permitido al final que un bebé tenga el nombre elegido por sus padres: Lobo. Hechos sin duda los funcionarios del Registro a que se ponga a las criaturas nombres procedentes del estrellato global, o incluso del famoseo local, debió de chocarles este regreso a la costumbre ancestral de tomar el nombre del animal totémico, como hicieron los papás del Rey Arturo (de arctos, oso, casi seguro), o como sucede en todos los Lope y los innumerables López, llegados a nosotros en un largo acarreo desde el originario lupus (lobo). Eran tiempos en que, mediante la invocación, se encomendaba al niño a las virtudes del animal. El lobo es familiar en extremo, con pareja de por vida, defensor a muerte de los suyos, valiente y noble en el combate con sus iguales, astuto e introspectivo, y aunque suele matar más de lo que necesita, es en esto mero aprendiz del humano.