En la playita de mi barrio, tres mujeres se bañan completamente vestidas y con la cabeza cubierta cuando cae la tarde. Vienen casi todos los días. No llevan burkini, una prenda que como mínimo les proporcionaría cierta comodidad y les facilitaría secarse con rapidez. Mi hija me dice que «las señoras han vuelto a caerse al agua». En efecto, parece un accidente ese lío de ropas y movimientos torpes. Se sientan muy discretas en hilera unos pasos por detrás de los hombres y niños a los que acompañan, que, ellos sí, pueden nadar porque portan bañadores corrientes. Recogen todo y se van unos pasos por detrás. Yo no le cuento a mi niña que esas señoras no se han caído al agua sino que se están dando un chapuzón para aliviarse del calor como nosotras porque me resisto a que lo vea como algo normal y como una elección personal que ella misma podrá tomar cuando crezca. No creo que lo sea, y no pienso defender el derecho a vestir como te imponen los hombres y una religión organizada a su medida contra los derechos más elementales de las mujeres. Los franceses asediados por el terrorismo islamista han decidido pelear por su admirable estado laico también en las playas prohibiendo el burkini y yo les aplaudo. Porque si Dios está en los detalles, la neutral ausencia de Dios también está en los detalles. No son trajes de neopreno ni atavíos inicuos, como sostienen algunas, sino cárceles unipersonales que exhiben con más o menos satisfacción quienes los portan, pero sobre todo enorgullecen a los tipos que caminan unos pasos por delante de ellas. Se trata de vestimentas que cumplen con la función de invisibilizar a sus portadoras, realzando al amo y señor y al dogma que profesan.

Hay voces feministas que consideran fundamental amparar el derecho de ponerte lo que quieras sobre tu cuerpo, y tristemente por una vez coinciden con las musulmanas conversas y proselitistas (las otras no suelen hablar). Las valientes defensoras de la igualdad que han sufrido el acoso y derribo en los países musulmanes hasta el punto de perecer o exiliarse pensaron lo mismo hace años y perdieron la batalla: o se taparon y se volvieron a casa, o lo pagaron caro. El acceso a las playas, por lo demás, siempre ha estado regulado. No se puede hacer nudismo en cualquier litoral y el buenismo militante no se ha echado las manos a la cabeza. En nombre de la multiculturalidad y el respeto a los credos se hace la vista gorda a la manifestación más flagrante del control y el sometimiento de las mujeres. Ciudadanas de segunda también en Europa porque el paternalismo no se atreve a molestar. No hemos llegado hasta aquí para que nos digan que podemos elegir encerrarnos en casa y pasar la tarde sobre la arena vestidas de pies a cabeza. Esa fue una opción que nuestras abuelas lograron sacudirse de encima décadas atrás.

La beligerancia contra el burkini contrasta con la tolerancia a los ropajes que han estado exhibiendo las representantes de los países de mayoría musulmana durante los Juegos de Río, unos buenos cuadros que el Comité Olímpico Internacional se ve obligado a admitir para integrar a los dueños del petróleo. Arabia Saudí ha enviado por segunda vez en su historia a cuatro mujeres atletas debido a la presión internacional, puesto que en dicho país las saudíes no tienen permitido practicar deporte y para viajar precisan autorización masculina. A una de sus velocistas se le levantó un poco la camiseta en pleno esprint, lo que ha causado una tremenda conmoción en el reino. Imagino que a esa joven se le ha acabado la carrera. Mejor para ella. Su esfuerzo individual no debe contribuir a engrandecer semejante patria.