l escritor mozambiqueño Mia Couto ha escrito que la diferencia entre la guerra y la paz es que «en la guerra, los pobres son a los que matan primero; en la paz los pobres son los primeros que mueren. Para nosotras, las mujeres, hay aún otra diferencia: en la guerra pasamos a ser violadas por quien no conocemos». La guerra es terrible pero aún puede ser peor para los menores y una combinación de indignación, tristeza e impotencia es lo que he sentido estos días de verano al ver cuatro fotografías que reflejan el drama de niños atrapados por la sinrazón de la guerra, como antes lo fueron aquel centenar de niñas adolescentes raptadas hace un par de años en Nigeria por los fanáticos de Boko Haram y desaparecidas desde entonces. Al parecer habrían sido vendidas y convertidas en esclavas sexuales, aunque últimas noticias abren la esperanza de que algunas puedan ser canjeadas por guerrilleros presos.

Si hace unos meses nos impactó a todos la imagen del pequeño Eylan, ahogado al tratar de llegar a Europa y cuyo cuerpo sin vida mecían con indiferencia las olas de una playa griega, estos días son otras las imágenes que han sacudido mi conciencia. La primera es la de ese niño de tres o cuatro años sentado en una silla demasiado grande para él, con las piernas colgando, cubierto de suciedad y de hematomas en un polvoriento hospital sirio, con el aire ausente de quien está bajo un fuerte shock y que no comprende -porque no puede comprender- la maldad que le rodea. Su mirada perdida, con los ojos secos de tanto llorar, es una acusación muda e impotente a los causantes de tanto horror.

La segunda foto es un corto vídeo que pasó un telediario en el que aparece una niña de dos o tres años cantando con la mezcla de vergüenza y alegría propia de la edad, cuando una bomba estalla cerca con resplandor y estruendo inesperados, y la pobre cría interrumpe su canción y rueda hacia la izquierda de la imagen, probablemente abrazada y arrastrada por alguien tan aterrorizado como ella por la súbita explosión. Vivir con la tensión permanente de saber que cualquier momento del día y de la noche puede ser interrumpido por la muerte, desquicia a cualquiera. Yo pasé tres días en Beirut en medio de constantes bombardeos porque era el peor momento de la guerra civil libanesa y sé de qué hablo.

La tercera imagen es la de otro niño, esta vez en Turquía, a quién dos hombres despojan a la vez con violencia y precaución de un cinturón explosivo que le ha colocado algún fanático desaprensivo. El niño llora asustado, contagiado por la tensión de quienes le rodean e inconsciente de la tragedia que iba a provocar, como aterrorizados sin duda están también los dos policías que temen que accione la bomba que lleva adosada al cuerpo, o que alguien la haga estallar desde la seguridad que da el envío de una señal radio-eléctrica. Hay que ser muy malvado para poner una bomba en un mercado, en una mezquita o en un café lleno de personas inocentes, pero convertir en una bomba humana a un niño que no comprende lo que le obligan a hacer inspira una repulsión muy particular. No es un caso aislado, hace unos días una bomba adosada al cuerpo de otro niño de entre doce a catorce años estalló en una boda kurda y mató a cincuenta personas e hirió a otras setenta que habían programado un día de diversión en torno a un acontecimiento que suponían que sería feliz.

La utilización de niños en la guerra no es cosa nueva pues en Isfahan visité hace tiempo un «cementerio de mártires» de la guerra con Irak, donde son muchas las tumbas que muestran fotos de chicos de 16 años. En ellas aparecían niños que llevaban cintas verdes en la frente con leyendas coránicas que caminaban delante de los tanques en los campos de minas, pues ya se sabe que un niño es más barato que un carro de combate. Y es conocido que el llamado Ejército de Resistencia del Señor de Joseph Koni rapta a críos de doce años para incorporarlos a sus guerrillas en Uganda. Unos 70.000, hasta la fecha. Los niños se acostumbran así a la muerte, que consideran una diversión pues la han convertido en un juego.

La cuarta imagen es la de un vídeo de propaganda del Estado Islámico que también entrena a adolescentes en tácticas militares y en el uso de armas de fuego. En el vídeo, muy bien hecho porque esta gente tiene una mentalidad cavernícola pero domina con pericia las técnicas audiovisuales, aparece un grupo de niños de unos trece o catorce años haciendo la instrucción y prácticas de tiro con armas más grandes que ellos mismos. Lo peor llega al final, cuando un grupito de esos mismos críos hace estallar una bomba colocada bajo un automóvil donde han introducido a varios prisioneros con uniforme naranja. La deflagración es tremenda y el coche salta por los aires envuelto en llamaradas violentas. No se les ve la cara, pero supongo que los niños lo celebran. Para ellos la muerte de infieles o de enemigos (les enseñan que es lo mismo) no solo es un deber sino un juego divertido. Es lo que Hanna Arendt llama la banalización del mal, que añade inconsciencia e indiferencia ante el daño causado. Es terrible pensarlo.

*Jorge Dezcállar es diplomático