Algunos anhelos tienen edad. Y hasta fecha de caducidad a plazo fijo, tienen. Al principio, cuando somos niños, los anhelos no entienden de límites, ni de contenciones, ni de máscaras, ni de mañanas, ni de correcciones o incorrecciones políticas... Para los niños los anhelos son la mano de obra de los sueños. Los niños, en esencia, somos sueños en estado puro y en nuestro mundo lo que cuenta es la experiencia de lo por vivir, o sea, ese presente que va desde el instante en el que se aviva el sueño hasta que, cabalgando a lomos de los anhelos, el sueño se cumple o se transforma para acompañar al nuevo sueño que nace.

El mundo de los sueños, en los niños, es infinito, porque los niños no entendemos de finitud. El brío vehemente de los anhelos infantiles no sabe de muerte, ni de pérdida, ni de cambio. El ímpetu apasionado de los niños no tiene marcha atrás y actúa por tracción y atracción de la ilusión, de la comprensión, del compromiso interior, del aprendizaje, de la adaptación... Pero hétela aquí: la niñez caduca. Los trenes de la infancia, la puericia y la adolescencia tienen estación de destino y final de trayecto. Y cuando transbordamos al tren que hace el resto del camino la cosa empieza a ser otra: ese tren viaja a mayor velocidad y los compañeros de viaje son una amalgama bienintencionada de jóvenes novatos, veteranos jóvenes inmaduros, veteranos madurados provechosamente, maduros que nunca fueron jóvenes, veteranos anclados en el pasado..., y de una amalgama contrahecha de jóvenes, veteranos y maduros instalados en la menestralía funcionarial más proterva.

En ese tren, desde el primer viaje, los niños nos enrarecemos y nos separamos en tres vagones: el de los que aprendemos a disfrazar nuestros anhelos de una falsa defensa propia que nos hace prisioneros de nosotros mismos; el de los que convertimos nuestros anhelos en amos y/o dominatrices que esclavizan o nos esclavizan, dirigen o nos dirigen, controlan o nos controlan y manejan o nos manejan; y el de los enrolados en el tercio de los maquis que, encubiertos y confundidos con el terreno, nos aferramos a la resiliencia para no abandonar el buen rumbo mientras crecemos. Lo más complejo de este viaje -mucho más que elegir el vagón-, es arrostrar la finitud versus la infinitud, sin salirnos del guión natural y sin prescindir del pertinente grado de brío vehemente y de pasión impetuosa, que viene de serie en el kit de supervivencia que traemos al nacer.

El tren del turismo, que es uno de los trenes que hace el resto del camino, no es una excepción a la regla. En él viajamos lumbreras y chafallones, morigerados e inverecundos, jacarandosos y desmazalados, eruditos e ignaros, empíricos y nefelibatas..., y políticos turismizados -y adláteres-, que forman un grupo aparte repartido entre los tres vagones. Por lo demás, en este tren ocurre igual que en sus análogos, pero en clave turística, es decir, un vagón de individuos con anhelos turísticos disfrazados de falsa defensa propia, otro vagón de individuos con anhelos turísticos convertidos en amos, dominatrices y sumisos, y otro vagón con un grupúsculo de individuos alistados al tercio de los maquis turísticos, que nos aferramos a la resiliencia turística para no abandonar el buen rumbo mientras el turismo crece.

Como en sus análogos, la complejidad del viaje reside en admitir la finitud de las estrategias, tácticas y focalizaciones de promoción turística, frente a la infinitud del turismo como actividad globalizada. Pero ocurre que el heroico ímpetu turístico de nuestros principios nos legó un gen que empuja a nuestros anhelos a disfrazarse de defensa propia en el discurso que defiende nuestras-formas-de-promoción-de-siempre-jamás como formas travestidamente válidas. Error. Ser infinitamente turísticos solo es posible asumiendo que la infinitud turística exige la finitud de las formas, del mensaje, del discurso, de los protocolos... O sea, del talante profesional turístico.

Un simple ejemplo, consejero Fernández Hernández:

La Empresa Pública para la Gestión del Turismo, en un tiempo reconocida como la mismísima hipóstasis de la promoción turística, ahora no lo es. De ejemplo de talante a notable ausencia del mismo. Así está la cosa, consejero. Investigue si no me cree...

Para su información, consejero, el talante profesional turístico y la infinitud turística viajan en el vagón del tercio de los maquis aferrados a la resiliencia turística. No lo busque en ningún otro.