Me llamarán obstinado y seguramente me tacharán también de irresponsable, pero no me importa tener que acudir por tercera vez en un año a las urnas, aunque sea el mismo día de Navidad como, a guisa de velada amenaza, se nos ha anunciado.

Si hay algo que no estoy dispuesto a aceptar en cambio es la frivolidad, unida a la soberbia del presidente del Gobierno y de un partido metido de hoz y coz en la corrupción a juzgar tan sólo por los casos pendientes ante los tribunales.

Si el presidente más impopular de nuestra reciente historia no logra la mayoría que busca en el Congreso entre los dispuestos a romper sus propios compromisos de regeneración democrática, como ya ha hecho alguno, me sacrificaré gustosamente el próximo 25 de diciembre y cumpliré una vez más mi deber de ciudadano.

Sé que es mucho lo que se arriesga. Sé que el mayor riesgo es que el partido que tan abusivamente nos ha gobernado durante una interminable legislatura gracias a la mayoría absoluta obtenida en su día vuelva a ganar y que incluso lo haga todavía con más votos de los conseguidos en las dos últimas elecciones.

Pero entonces sabré que este país no tiene remedio, que la corrupción definitivamente no pasa factura, que dimitir cuando le cogen a uno en un renuncio o una mentira es cosa de las democracias débiles y que lo mejor que puede hacer aquí un político es resistir.

Porque eso es lo que se ha dedicado a hacer Mariano Rajoy desde que perdió las elecciones, y digo bien: «desde que las perdió». Porque la soberbia de su forma de gobernar durante toda una legislatura le ha impedido encontrar ahora aliados que le ayuden a conformar esa mayoría que ya no tiene y que tanto necesita.

Y si llegara a encontrarlos en número suficiente en su segundo o tercer intento, sería no por sentido de Estado, como le gusta tanto decir, sino porque hay presiones muy fuertes que les llegan a los otros partidos tanto desde dentro como desde fuera para que se le deje seguir haciendo sin pestañear lo que nos demandan los poderes económicos y financieros que hoy gobiernan Europa.

El propio Partido Socialista tiene una buena parte de responsabilidad en lo que sucede, sobre todo por no superar su propia ambigüedad y decir con claridad lo que quiere. Si es que realmente lo sabe, dividido como está entre quienes en su dirección añoran la comodidad que les proporcionaba el bipartidismo y los que parecen más decididos a afrontar con algo más de valentía e imaginación los nuevos desafíos.

Nadie es imprescindible en política y mucho menos el todavía presidente del Gobierno. Si por cobardía no se lo hacen saber a éste los suyos, al menos deberían ser los socialistas quienes se lo recordaran. ¿No podría ser la condición expresa de éstos para dejar que siguiera gobernando el PP: el imprescindible paso al frente de alguien menos contaminado?

Por poco que fuera, por lampedusiano que fuera ese cambio para que en el fondo nada cambiase, sería al menos para muchos una pequeña victoria.

Pero si todo eso falla, si don Mariano Rajoy se mantiene en su «sostenella y no enmendalla», aceptemos su insolente desafío y comámonos el turrón en la mesa electoral. Hay cosas peores en la vida.