Mariano Rajoy se encontró con lo que se había ganado a pulso: salvo Ciudadanos y el solitario voto de los canarios no tuvo apoyos a su fracasada investidura. Mal trago y peor perder de quien durante cuatro años hizo de su capa un sayo, riéndose hasta de su sombra. Nunca tuvo cintura Rajoy para ganarse apoyos, crecido en su convencida imagen de salvador de la patria y su continuada mantra de yo o el caos. Rajoy nos aboca a unas terceras elecciones, vista su incapacidad para sumar a vascos y catalanes, tal como hizo para elevar a los altares de la presidencia del Parlamento a su bien amada Ana Pastor. Si entonces consiguió armar una estrategia que le dio 179 votos, habrá que preguntarse por qué no siguió por esta senda. Yo lo tengo claro: Nadie como Rajoy quiere que vayamos de nuevo a las urnas. Se cree ganador y no dudará en tragarse cuantos sapos le echen por tal de perseguir la mayoría suficiente que algunas encuestas le otorgan al PP.

Rajoy tuvo que tragarse lo que no está escrito aunque recurriera al chascarrillo, al chiste fácil, a la provocación dialéctica para aguantar lo que se le venía encima. De su crecida retranca ha hecho una forma de huir de aquellos pasajes personales y de su partido que le demuestran su manifiesta incapacidad para erradicar la corrupción, gangrena que pudre a un partido especializado en destruir pruebas, financiarse con dinero negro, mover sobresueldos en B, mentir y derivar responsabilidades. Primero, de parte de Pedro Sánchez, con su enmienda a la totalidad, que le recordó a Rajoy que preside un partido al que se le puede aplicar el código penal al completo. Y Rajoy sin inmutarse, abriendo los ojos con la perplejidad reflejada en el entrecejo. No menos duro estuvo Pablo Iglesias, radical en sus planteamientos y para sapos el que le largó su propio socio de investidura (que no de gobierno) Albert Rivera afirmando que Rajoy no era persona en la que confiar y pidiendo, más o menos, su cabeza. Rajoy, inmutable, seguía con su cara de póker. No importa, tenía detrás a Rafael Hernando, su espadachín de cabecera y lengua viperina, capaz de armar el sólo un circo de marionetas. Este Hernando es todo un espectáculo. Un Hernando faltón, descarado, provocador; es lo que hay.

Pedro Sánchez tuvo una intervención clara, dura, rotunda, explicando porque negarían el pan y la sal a Rajoy. Y lo que es más claro, no tiene intención de cambiar el voto, por muchas que sean las presiones que reciba, dentro y fuera de su partido. El problema no es Sánchez, el problema es Rajoy, incapaz de armar una mayoría para gobernar. Con la ironía, el sarcasmo y la socarronía de que hizo gala Mariano Rajoy no se gobierna, incapaz incluso de acercarse a los nacionalistas vascos, no digamos ya a los antiguos convergentes. La derecha del PP, desolada porque su jefe salió vapuleado, ya se presta a tomar las ondas, las pantallas de la televisión y la línea editorial de la prensa más rancia, y de la que menos, para mover el liderazgo de Pedro Sánchez. El liderazgo es adivinar lo que la mayoría quiere y en esto Pedro Sánchez tiene ganada la batalla, al conocer encuestas internas que le dicen que los militantes y votantes socialistas están situados en el no, sin reticencias.

Con este panorama y a falta de los resultados en las elecciones vascas y gallegas habrá que esperar que Rajoy cumpla su palabra de someterse de nuevo a la investidura y, entonces, puede haber sorpresas, hasta que no sea el propio Rajoy quien tenga la encomienda del Rey de presentarse a una segunda investidura. Todo es posible, todo puede ocurrir, todo está en el aire salvo una cosa: Rajoy tiene un tercio de la Cámara en su contra, sin olvidar que el líder que más apoyos se dejó en las urnas, nada menos que tres millones de votos, y de eso son pocos los que hablan de ello. Habrá que preguntarse, sin embargo, qué ha sido de la ilusión y de la esperanza del cambio, deseo expresado mayoritariamente en las urnas. He aquí un punto de reflexión.