Por las grietas de la burocracia corren cucarachas. Se alimentan de lo que por ellas se desliza, de ese oro que se escurre entre las rendijas (como en aquella película con Lee Marvin y Clint Eastwood, La leyenda de la ciudad sin nombre) y que no es poco oro (el oro nunca es poco, aunque para la mayoría nunca sea suficiente).

El sociólogo Max Weber pasa por ser el descubridor de esas grietas, pero su exacta dimensión la supimos gracias a Kafka, que nos la mostró en tres novelas en las que por vez primera el hombre entra en conflicto con un mundo transformado en una inmensa administración que le aturde, que es tan inmensa, tan inconmensurable, tan inabarcable, que todo lo asfixia, que todo lo silencia, que todo lo absorbe, al modo de los agujeros negros, y de la que no se puede salir.

Una vez, a finales de los 90 del siglo pasado, conocí a un tipo que ocupaba un cargo cultural en una oficina diplomática en una ciudad de Estados Unidos. Le había nombrado un Gobierno presidido por Felipe González. Cuando yo lo conocí íbamos ya por la segunda legislatura de Aznar y allí seguía, nadie le había destituido porque, sencillamente, nadie lo había visto, nadie se había acordado de ese cargo, muy bien remunerado por cierto. El tipo vivía, como suele decir mi primo Selu, «como un perro capáo», sin más obligación ni sobresalto que ir de exposición en exposición, de inauguración en inauguración, sonriéndole a la vida.

Ahora, en estos días aciagos (siempre quise escribir «días aciagos», tiene un no sé qué novelesco), hemos sabido que había un cargo por ahí, el de director ejecutivo del Banco Mundial, en el que no habíamos reparado, del que apenas sabíamos nada, y hemos descubierto que es uno de esos puestos destinados a los buenos amigos a quienes se ha de pagar algún favor, o tal vez es uno de esos cargos «mordaza», que se los dan a quienes están mejor calladitos. Y uno, atando cabo (porque uno se pasa la vida atando cabos para concluir, finalmente, que sigue sin saber de la misa la media), acaba preguntándose cuántos puestecillos de estos hay por el mundo, y en cuántos de ellos hay gente que lleva la intemerata sin que nadie se acuerde de que existen, de que están allí, viviendo tan ricamente de lo que se cuela por los resquicios de la monstruosa maquinaria administrativa.

Por las rendijas de la burocracia corren cucarachas que nadie ha visto. Y si alguna vez les da la luz y las vemos es cuando más corren, despavoridas, buscando otra rendija donde meterse y seguir engordando, parasitarias, repugnantes, y, lo que es peor, absolutamente inútiles.