Hay noticias de verdad y otras de risa, pero cada vez resulta más complicado distinguir entre los dos géneros en la jungla de internet, donde todo funciona a golpe de clic. Sobre esto escribía no hace mucho la directora de The Guardian, Katharine Viner, preocupada porque la prensa en su versión digital esté sucumbiendo a la urgencia de atraer «visitas» (antes llamadas «lectores») a sus páginas web.

La necesidad de captar clientes que compensen el bajón publicitario y de ventas de las ediciones en papel ha llevado a la prensa, incluida la de cejas altas, a publicar un número cada vez mayor de noticias pintorescas que poco a poco van sustituyendo a las que se supone de más enjundia en sus versiones web.

Basta echar un vistazo al apartado de informaciones más leídas en los diarios tradicionalmente considerados serios. Lo habitual es que el top ten esté ocupado por necrológicas de famosos, dietas de adelgazamiento, sucesos varios y anécdotas de la realeza que antes solo tenían cabida en el Hola. A los lectores (o más bien visitantes) les atraen asuntos tan singulares como la razón por la que el príncipe Guillermo de Inglaterra «se agacha siempre que habla con su hijo». Es natural que el periódico se las ofrezca en un negocio regido, como cualquier otro, por la ley de la oferta y la demanda.

La verdad es que esto ya pasaba con algunas publicaciones de papel en la era analógica, tan reciente y remota a la vez. Las había -y aún las hay- dedicadas a informar sobre la llegada de extraterrestres a algún lugar despoblado o las ventajas de un crecepelo mágico que en solo dos semanas de aplicación acabaría con la calvicie más rebelde. Era la llamada prensa popular, que en España tuvo una réplica bastante más aceptable en el desaparecido semanario «El Caso».

Lo que ha hecho internet es difuminar las fronteras, antes claramente visibles, entre la prensa de calidad y la de Todo a Cien. Todo lo que cae en la Red es noticia comestible, de tal modo que las antiguas secciones de curiosidades han pasado a ser parte sustancial de cualquier periódico en su versión electrónica.

Con ello se corre el riesgo de sustituir lo relevante por la anécdota y de mezclar la verdad con sus sucedáneos; pero es difícil reprochárselo a las empresas que buscan rentabilizar -o monetizar, como ahora se dice- su producto en internet. Como recuerda la antes mentada jefa del Guardian, el 85 por ciento de la publicidad que antes obtenían los editores en recompensa a su inversión se lo llevan ahora Facebook y Google sin necesidad de contratar un solo periodista.

Más que su interés general o el trabajo de investigación del reportero, lo que realmente importa es la viralidad, extraño palabro con el que se alude a la capacidad de las noticias para reproducirse como si fueran virus. El resultado, lógicamente, es una infección del material informativo en la medida que ya no importa gran cosa que sea cierto, falso o exagerado mientras aporte el suficiente número de clics al medio que lo emite.

Ahora sí tiene fundamento la queja de Borges, quien se lamentaba de que los lectores diesen crédito a una noticia por el mero hecho de estar escrita en grandes letras negras, confundiendo la verdad con el tamaño de los titulares. A saber qué diría hoy el genio porteño de las informaciones convertidas en virus que sustituyen la verdad -o el mero rigor- por la urgencia de que los lectores hagan clic en ellas.