Tuvo lugar hace poco más de un año, en la cena final de un congreso celebrado aquí en Málaga, donde compartíamos mesa un grupo de personas procedentes de diversos puntos de España. No recuerdo como se inició la cosa pero en un momento determinado surgió el tema de la ley de la Memoria Histórica y uno de los comensales, antiguo alumno mío que debe andar por la cuarentena y del que guardo un buen recuerdo, interrogó a la media docena de personas que estábamos en la conversación diciendo: -¿Conocéis la pirámide del cementerio de San Rafael donde se guardan los restos de los fusilados por el franquismo que se sacaron de la fosa común donde estaban enterrados? Ante la falta de respuesta de los presentes, continuó: -Pues allí en una caja de cartón numerada están los huesos de mi abuelo.

El incómodo silencio que se había creado lo rompió otro de los comensales al afirmar: -Bueno; al fin y al cabo barbaridades se hicieron en ambos bandos; acordaos si no de Paracuellos. Y la respuesta inmediata del primero fue: -¡Ah, no; lo de Paracuellos es mentira! Obvio decir que la conversación terminó en aquel momento. Unos y otros se volvieron hacia los comensales que tenían al lado contrario.

Esta anécdota me ha hecho reflexionar acerca de la formación de las generaciones nacidas y criadas en democracia y de la ignorancia deliberada o involuntaria de nuestro reciente pasado. Yo pensaba que la falsificación de la historia era cosa solo del separatismo periférico; basta ver las anuales «Diadas» para valorar hasta donde llegan las mentiras institucionalmente difundidas. Pero ahora he comprendido que el problema es de mayor calado y consecuencia del que posiblemente haya sido el mayor error cometido en la transición: el haber dejado la educación en manos de las comunidades autónomas que ha quedado parcelada y manipulada, en muchos casos, a tenor de intereses incalificables. Error acrecentado, al mismo tiempo, por la carencia de un relato histórico sobre la Segunda República y la Guerra Civil equilibrado y científicamente avalado, ajeno a mitos hagiográficos de parte que, elaborado en el espíritu de reconciliación de aquellos años, se hubiera enseñado a todos los españoles.

En las postrimerías del franquismo quienes, con mayor o menor grado de compromiso, luchábamos contra el régimen, buscábamos como oro en paño los libros y cuadernos de Ruedo Ibérico, que intercambiábamos como preciosos objetos que eran, para conocer hechos de la historia reciente que se ocultaban deliberadamente y otras visiones de la guerra civil (Thomas, Brenan, Payne, Gibson, Southworth), a los que la asfixia ideológica del régimen y la censura impedían acceder. Y si sabíamos que algún familiar o conocido salía al extranjero le encargábamos tal o cual libro, revista e incluso disco imposibles de encontrar en España. Leíamos todo lo que caía en nuestras manos porque la carencia estimulaba la sed.

Hoy, cuando las posibilidades para estudiar la historia desde todas las perspectivas, para formarse y acceder a cualquier tipo de conocimiento son extraordinarias, parece que la pereza intelectual ante la hoja impresa se extiende sobre las nuevas generaciones, magníficamente distraídas en insulsos juegos virtuales y «guasapeos divertidísimos» que aíslan a las personas en burbujas de soledad, ajenas a cualquier interés por los problemas colectivos.

Las consecuencias las podemos encontrar lamentablemente, entre otros, en boca de algunos líderes podemitas universitarios coreando la supina ignorancia del lema: «ardereís como en el 36»; o cuando -profesores de la Complutense- afirman en el colmo de su altanera incultura (Iglesias dixit) «que Andalucía tuvo su referéndum por la independencia en 1980».

Una última reflexión. Cuestionar la transición que, en suma, fue la definitiva firma de la paz entre las dos Españas a través de la aprobación muy mayoritaria de la Constitución pactada entre todas las sensibilidades políticas españolas -80 por ciento de los votantes-, significa, en mi opinión, impugnar la democracia que tanta sangre costó y traicionar la voluntad de quienes la hicieron. Los que resucitan viejos recuerdos frentistas de la Guerra Civil, trufados de revanchismo, parecen olvidar que fueron sus padres y abuelos -conocedores directos de la historia y sus consecuencias- quienes supieron encontrar en el abrazo que supuso la Constitución, magnífica e icónicamente representado en el lienzo de Genovés que cuelga de las paredes del Congreso, la reconciliación que, a la postre, ha permitido los 40 años de mayor progreso socioeconómico y político que España nunca tuvo. ¿Acaso no merecen respeto?