El visitante escribía en su cuaderno de viaje las impresiones de su primera jornada en Málaga. En ellas mostraba su sorpresa al haber comprobado la inexactitud de los comentarios de quienes le habían advertido que en esta ciudad no había nada que ver, y que su tiempo y dinero estarían mejor invertidos en otros destinos cercanos. Prejuicios que quedaron casi disipados tras asistir a sendas exposiciones dedicadas a Jackson Pollock y Marc Chagall; cualquier resistencia quedó definitivamente vencida después de pasear bajo la (para él) insólita flora subtropical del Parque y contemplar los juegos de la luz crepuscular sobre la fachada de la Catedral, mientras paladeaba un mojito en una azotea. Qué delicia de ciudad, se dijo. El visitante se fue a dormir con la sonrisa en el rostro de quien acaba de hacer un descubrimiento inesperado, y su sonrisa habría perdurado si hubiese podido conciliar el sueño esa noche. Lástima que el ruido se lo impidiese. El ruido infernal de la calle y el de la habitación contigua, en donde se desarrollaba alguna clase de aquelarre etílico. ¿Seguía estando en el mismo lugar que hacía un par de horas, consagrado a la cultura y al disfrute de los sentidos?

En su noche en blanco particular, nuestro protagonista -ávido lector- recordó la historia de Medardo de Terralba, el vizconde demediado de Italo Calvino. Igual que Málaga, Medardo estaba dividido en dos mitades, una buena y una mala, que vagaban atormentadas por ansias opuestas. En el caso del vizconde fue una bala de cañón turca la causa de la escisión, y su simetría solamente pudo reconstruirse mediante vendajes y ungüentos tras un duelo sangriento entre las dos partes. Habría pues que recurrir a algún nigromante para que conciliase ambas málagas, la mala y la buena, ya que nuestras autoridades parecen poco dispuestas a hacerlo. ¿Hay alguno en la sala?