Dentro de la imaginería de unas elecciones, puede que lo más patético sea el contraste entre el rostro exultante del candidato en el mitin de cierre, ungido por el clamor masivo de la militancia, y el de la rueda de prensa tras la derrota, rodeado de un grupo escueto de compadres con peor cara todavía. No habrán servido para prepararlo para el difícil trance los vaticinios de las encuestas, incluidas las internas: todo el mundo espera un milagro, un cambio de viento, una turbulencia que provoque una lluvia de votos de última hora. Tras el atril de final del recuento, el candidato, mientras recita una justificación en tono digno, piensa que el elector no tiene piedad, ni gratitud, ni astucia para evitar que lo engañen con mercancía averiada, como la que ha comprado en lugar del excelente y acreditado producto que el derrotado ofertaba. Olvida que el cliente siempre tiene razón.