La tecnología se ha introducido en todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana, y nos sitúa a un clic de cualquier gestión. Así, el teléfono móvil es hoy un centro de operaciones altamente eficaz. ¿He dicho cualquier gestión? Bueno, casi. El leve barniz civilizador que reviste nuestra convivencia ciudadana se vaporiza cuando aparece el repartidor de butano.

La crisis les ha obligado a compartir el asfalto con tapiceros y afiladores, que pertenecen a gremios casi extintos hace una década. Aunque los últimos ya no circulan en Mobylettes y el sonido de la armónica que les precede es hoy una grabación, su cometido no está exento de un cierto lirismo vinculado al silbido de ese instrumento musical.

El contraste con el golpeteo metálico de las bombonas de gas es notable. ¿Cuál de los lectores no ha estado alguna vez al borde del infarto ante la súbita irrupción del camión naranja, con el consabido estrépito de su claxon? Que no se me interprete mal, siento un profundo respeto por las personas que desempeñan una tarea tan dura, y precisamente por ello considero que debería relevárseles del cometido de pregonar la mercancía, poniendo los recursos de la modernidad al servicio de la distribución del butano. No sé si entre las competencias exigidas para optar a ese puesto de trabajo está la de tener una voz potente, pero debe de ser así. No conozco a muchos mortales capaces de entonar ese cántico profundo y sostenido: «´taanooooo».

En serio, ese sistema de reparto es desconcertante: tan rudimentario como manifiestamente mejorable. No sé cuál será el procedimiento utilizado en otras ciudades en las que el silencio cotiza más al alza que en Málaga, pero seguro que algo podrá hacerse para coordinar las entregas con el usuario de manera armoniosa.