Morirse con la palabra en la boca es un arte. La palabra, esa palabra final, puede ser lacónica o torrencial, deshilachada o silogística, contundente o vaga, juiciosa o delirante, engreída o humilde, seria o humorística, oportuna o fuera de sitio, amorosa o hiriente, confesional o teatral, desesperada o esperanzada, vengativa o apaciguadora, tonta o inteligente. Hay quienes, por padecer una enfermedad o ser ancianos o estar condenados a pena capital, están prevenidos y preparan la frase de despedida. Hay otros, sin embargo, a los que el deceso les sobreviene de súbito (una bala o una cuchillada, un accidente, el colapso de un órgano vital) y lo que queda para la posteridad son locuciones circunstanciales que, expulsadas a la fuerza de su contexto, o parecen todavía más banales de lo que son o, al contrario, se cargan de un significado extra que las vuelve oraculares.

En Occidente estas últimas palabras, que con tanta afición recopilamos (les recomiendo dos títulos agotados pero disponibles en la red: «Al pie de la sepultura» de Laura Manzaneda, y «Diccionario de últimas palabras», de Werner Fuld), apenas nos dejan ver a la persona que ha hecho el esfuerzo de vocalizarlas porque lo que prima es lo anecdótico. Nuestras últimas palabras, según la transcriben los historiadores, se muestran, en general, impotentes para dibujar un alma y sus pasiones. Detrás de ella no hay una biografía, con sus innumerables complejidades y claroscuros, sino una marioneta, una sombra en la pared. Y más que un testamento, el resumen de una vida, se muestran como una especie de borrón sin cuenta nueva, algo que impide la muerte, que ensucia la página de esa existencia para siempre. Unamuno ironizando sobre un dios en el que no acababa de creer, Tolstoi preguntándose sobre cómo entregan su postrero suspiro los campesinos o Goethe suplicando un poco más de luz (por citar sólo ejemplos elevados entre miles de otros anodinos) no hacen justicia a la genialidad de sus autores e incluso la niega o se ofrece como prueba de que la cosa no fue para tanto.

En Oriente, sin embargo, hay muchas culturas en las que la tradición de legar unas últimas palabras tiene que ver con un acto de sabiduría esencial: la intuición de que cuando uno llega a la frontera entre la vida y la muerte tiene acceso, si está atento, a una verdad, por diminuta que sea, que sólo está ahí y cuya transmisión puede ser de gran importancia para quienes reciban el don de esas palabras. Sobre esto hay otro libro que también está fuera del mercado (excepto el de los libros de ocasión) que es magistral: "Poemas japoneses a la muerte", de Yoel Hoffman, una emocionante antología de haikus y otras composiciones breves en los que los que iban a fallecer intentaban condensar una visión, un mundo, una experiencia de la vida. En muchas ocasiones los escribían o los dictaban literalmente con su aliento final. Y en ellos no es el guiñapo de la persona la que se expresa, como suele suceder entre nosotros, sino la persona en el acto de irse disolviendo en la nada-todo y de irse resolviendo como enigma, que más que el suyo concreto es ese enigma universal del que él no es más que un epítome y un caso.

Las palabras y la muerte se miran con desconfianza entre nosotros. Porque queremos pasar a la historia en vez de abrazar el vacío. Y porque queremos decir mucho en lugar de confiar, por fin y para toda la eternidad, en el silencio.