El otro día alguien, en una conversación, dijo que el relato había cambiado. Por relato no se refería solo a la peripecia argumental, sino, sobre todo a la forma de contarla. Tampoco se refería al relato novelesco, sino al de la vida cotidiana. Yo, que voy muy atento a las conversaciones del metro y escucho siempre lo que se dice en la mesa de al lado, en la cafetería, no estoy seguro de que ese cambio se haya producido. Los hijos discuten con los padres por las mismas cosas que nosotros discutíamos con los nuestros. Nosotros, de pequeños, no queríamos un teléfono móvil porque no existían, pero queríamos tebeos de La pequeña Lulú, que eran carísimos porque los traían de México, creo. Y queríamos un mecano que también estaba fuera del alcance de la economía de nuestros mayores. En cuanto a las parejas de novios, no veo tampoco que se peleen por cuestiones muy diferentes a las de entonces. Y el modo de pelearse, o de quererse, reproduce fielmente los modelos aprendidos en la televisión o el cine: igual que hace 40 años con pequeñas variaciones morfológicas que no afectan en absoluto a la sustancia de lo que señalamos.

El relato cambia más despacio de lo que nos gustaría, o de lo que les gustaría a los sociólogos, que siempre están a punto de escribir un libro sobre el cambio del relato. El machismo, por ejemplo, que constituye una forma de relación (palabra de la que se desprende relato) antigua, tiene una vigencia sorprendente en los institutos de enseñanza media, incluso en la universidad. El malote de la clase sigue teniendo éxito entre las chicas y la bondad se sigue identificando como una forma de idiotez. La igualdad real entre hombres y mujeres: eso sí que significaría un cambio espectacular del relato o del modo de relacionarnos. Que las mujeres, a igual trabajo, ganaran lo mismo que los hombres, que en el mercado del servicio doméstico hubiera también varones, que las tareas de casa no fueran responsabilidad de ellas en el grado en el que continúan siéndolo.

¿De verdad ha cambiado el relato? Quizá sí, pero para volverse más antiguo. Las relaciones laborales actuales, por ejemplo, se parecen más ahora a las del siglo XIX que a las del XX. El cambio de relato, en fin, constituye un espejismo de la sociología.