Los socialistas tienen, al parecer, que abstenerse para no caer presumible y estrepitosamente en unas terceras elecciones: el problema es que no saben cómo decirlo. Sánchez, el hombre que desvistió a su partido y con él una de las vigas maestras del sistema, en su coartada se cansó de estigmatizar la abstención. Conclusión: en estos momentos abstenerse es como arrojarse a una piscina vacía. Si se hubiese hablado de la abstención con la naturalidad del que pierde unas elecciones sucesivamente y cede diputados mientras crece el número de los del adversario, no habría habido ahora que utilizar subterfugios, porque más o menos todo el mundo está dispuesto a entender que el que queda segundo en las urnas y no tiene posibilidades de superar al primero lo normal es que pase a la oposición. Si los socialistas hubieran puesto condiciones para abstenerse y permitir el desbloqueo institucional, no estarían actualmente tan condicionados. Uno de esos subterfugios vacuos, por ejemplo, es hablar de «abstención técnica» sin que acertemos a explicarnos en qué se diferencia de la abstención a secas. Otro, insistir en lo «repugnante» que resulta no votar en contra de un partido tan corrupto como el PP. Era el mantra de Sánchez al que, sin embargo, curiosamente, no le hubiera importado que Bildu, sobre el que pesa la corrupción del tiro en la nuca, se hubiera abstenido para dejarle el camino libre a la Moncloa. Naturalmente que el PP es un partido aquejado de corrupción, igual que lo fue el PSOE en la década de los ochenta y los noventa. O lo es ahora con los ERE de Andalucía. Volver a dar la tabarra con ello no significa a estas alturas otra cosa que mortificarse, si es que el horizonte pertenece a la famosa «abstención técnica».