El infierno son los otros. Con un café en los labios y en conveniente distancia de la prensa es lógico saborear este amargo pensamiento. La soledad en crema negra con la que cualquier mente lúdica se desayuna, sin azúcar, manteca colorá ni mantequilla, la indigesta realidad que nos ofrece el amanecer diario que nos condena a la política que son los otros. Esa que diseñan, ejercen y llevan a cabo sin tener en cuenta si somos perenes Sísifos de sus medidas o Polichinelas de su comedia. No hay esperanza posible de ser rescatados de cualquiera de estas indigestiones. La conclusión es que estamos solos con nuestra ideología en el espacio escénico de un laberinto de compleja u obtusa salida que para nuestros representantes es un café con escaparate en el que nos sirven achicoria democrática. Ese sucedáneo del café nos iguala por las tragaderas y el estómago la política que consumimos en esta difícil época de descrédito y desencanto.

No sólo ante la pérdida de fama del lenguaje de las ideas frente al empobrecido maniqueísmo y la falta de un discurso honesto y con voluntad de servicio, sino también ante la carencia de estima hacia una clase política poco dispuesta y capacitada para detectar las causas del desprestigio de la ética, del crédito moral y de su capacidad de respuesta a los retos del neoliberalismo que han dinamitado en pocos años la educación pública, la sanidad universal, la cultura o los derechos sociales, dejándonos a la ciudadanía en una precaria situación de indefensión. Aquellas condiciones esenciales de cualquier ejercicio político que ambicionase gozar de respeto, de aprecio ciudadano y de liderazgo social se postraron en cama y de espaldas, ofreciendo su integridad a los mercados financieros y al embrutecido y enloquecido capitalismo que se va devorando a sí mismo en su orgía de embriaguez. Su aliento borracho y sus fétidos gases alcanzan todo lo que una vez fue política y sueño, desde las competencias del Parlamento secuestradas por el ejercicio de los partidos hasta la evidente falta de los mismos a la democracia interna.

Mucho tiempo nos va a pesar o al menos así nos debería suceder a los que creemos en una izquierda ilustrada y reformista, coherente y curtida en el europeísmo de la política y en la institucionalización de la vida social ajustada a la dignidad humana, el bochornoso espectáculo del PSOE y su harakiri público. Un trágico y doloroso final que representa el mal endémico de la mayoría de los partidos. Esa mediocridad en cargos militantes sin preparación profesional, sin sólidos y solventes conocimientos, crecidos y agazapados en la fidelidad a un partido, a unas reglas y a unos jefes a los que imitar y adular a la espera del relevo o aprendiendo a mantenerse dentro de una estructura que les otorga profesión y economía y en la que tantas veces su aspiración y maniobra se reduce a apuñalar al de delante para ocupar su sitio y ascender un lugar. Nada extraño y que no ocurra igualmente en las empresas y en otros ámbitos de un país y de una sociedad que no saben sacudirse el estigma de Caín ni la lógica franquista que democratizó Alfonso Guerra cuando dijo aquello tan certero de quien se mueva no sale en la foto.

La Historia, cualquier género de su vientre y de sus leyendas, está sujeta a la simbología y a la repetición. La clave está -siempre lo está- en interpretar los signos, los acontecimientos, los ecos, sus fantasmas. ¿Cuánto hubo de Moisés en Felipe González, en Aznar, en Zapatero, en Rajoy y en Pedro Sánchez, comprometidos con adentrarnos en una tierra prometida que ninguno ha llegado a pisar? ¿No han tenido cada uno de ellos su becerro de oro en la ambición de sus pactos? ¿Acaso no se repite en los partidos políticos los mismos atávicos recelos de los antiguos profetas en preparar convenientes discípulos y sus relevos? ¿No estuvieron Bruto y otros acólitos de César en las calendas de su asesinato? Es evidente. La Historia y sus espectros nunca se bajan de la noria en cuyas ruedas somos hámster. También está claro que nuestros políticos no leen Historia, ni religión antigua, ni ensayos económicos, ni poesía de la experiencia. Ni siquiera saben leer el rostro de los suyos cuando los adulan o les fían el futuro con sospecha y una navaja de muelle en la liga del muslo izquierdo. Hace tiempo que pienso que únicamente leen tebeos de super héroes y el poso de café en bazares turcos.

Desencanto, desapego, desengaño, desafección. No hay jornada que no sea un día con letra D en el que no aumenten todas las denominaciones del descrédito de la política. El tercer problema más grave, tras el paro y la corrupción, que no cesa de subir en temperatura febril entre la exacerbada polarización del ellos versus nosotros, alentada por los populismos, el divorcio social entre representantes y representados y la desconfianza en las instituciones. La política ya no es un factor de cohesión. El contrato social que sostiene el modelo de democracia de 1978 está cuestionado por la mayoría, y sus pilares apenas sostienen el concepto de Estado. De las cloacas mejor no hablar. En ellas se mueven como peces y tiburones los comisarios, los conspiradores, los Judas, los que se llevan la caja de caudales, los que siempre flotan, sobreviven y de vez en cuando se coronan.

El presente tiene más vértigos. El último lo provoca el hastío agudizado por el abandono sine die de la obligación de gobernar por mero cálculo electoral: desde la administración diaria a la reforma territorial y el adelgazamiento de las administraciones - que nadie quiere acometer como un suicidio- hasta las exigencias de Bruselas y los ajustes que conllevarán una vez que tengamos gobierno. Sea del color y del rango que sea. Un panorama ante el que no sabemos preguntarnos, ni en las urnas, ni en los medios de comunicación ni en las tabernas, si realmente si vale cualquier gobierno. Al individuo contemporáneo le cuesta tiempo, pausa e ideas interrogarse. La televisión, la publicidad, la tecnología, el vulgar porno oral de los wassap lo tiene abducido. Ni siquiera cuando conduce a solas por las avenidas del sacrificio o los páramos del destino escucha su radio interior y se detiene a escuchar la voz preguntona que debería salirle de las tripas del miedo o de la esperanza. ¿Nos sirve un gobierno que siga aplicando políticas neoliberales? ¿Otro que destruya derechos y libertades por medio de leyes-mordaza? ¿Uno que aspire al insurreaccionalismo sin capacidad de respuesta frente al acoso financiero que regula los Estados? ¿Aquel con medias totalitaristas desfasadas y enfocadas a un férreo control de la discrepancia? ¿Qué gobierno nos defenderá las últimas legalidades de lo que somos?

El filósofo Michael Sandel responde en sus libros Lo que el dinero no puede comprar y en Ensayos sobre la moral en política. Su discurso es claro. Defiende el regreso de la filosofía de Adam Smith, quien consideraba que la economía tenía que estar conectada con la filosofía política, y que las cuestiones éticas importantes que deben discutirse en el ámbito de la política son la Justicia, el Bien Común y las obligaciones ciudadanos entre sí. Esa aspiración, junto con la de devolverle su significado moral al discurso político y recuperar la capacidad y habilidad de discutir y debatir grandes cuestiones éticas, tendrían que estar en el horizonte de los partidos y por encima de ellos en nuestro propio pensamiento ciudadano.

Tal vez esa sea el sendero para salir del laberinto en el que nos hallamos. Eso o pedirle al británico Adrian Fisher, séptimo récord Guinness por colocar uno de 200 metros sobre la fachada de un rascacielos de Dubai, qué nos regale el hilo de Ariadna para escapar de la negritud del desencanto de la que somos prisioneros.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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