El populismo se ha convertido en la tendencia política de moda. Cuando ocurrió así en otros momentos de la historia el asunto acabó resultando trágico para la humanidad, no hay más que recordar cómo se produjo el ascenso de las tiranías nacionalsocialistas, fascistas y comunistas en Europa; la Revolución Cultural en China; el auge de los caudillos liberadores que no hicieron más que acentuar el atraso y la pobreza en América Latina, o de los nacionalismos que llevaron a África a un naufragio tras otro.

El populismo se nutre del descontento, apela a los instintos más bajos: sus demagogos de derecha a izquierda buscan el apoyo en clases medias bajas, cuyos miembros temen en medio de las crisis quedar desposeídos y arrojados a la pobreza por fuerzas económicas descontroladas. Otros, como Nigel Farage, escarban en la xenofobia para acusar a los inmigrantes de ser la causa de los males. Trump culpa a la globalización de las penurias del trabajador estadounidense.

Pero lo peor es la mimetización que lleva a otros partidos a seguir a los populistas, creyendo que la tendencia la marca el voto y que para ganarlo es imprescindible pescar en las aguas desbordadas de la demagogia. Theresa May, la primera ministra británica, está a punto por un exceso de celo y una mala interpretación política de arrastrar al conservadurismo hacia la intolerancia pendenciera de UKIP. Ha retirado su plan de exigir la publicación de las listas de empleados extranjeros por las protestas dentro del propio partido tory, pero su único lema es «los británicos primero».

Javier Fernández se lamenta de la podemización que algunos dirigentes aprendices de brujos han traído al PSOE para frenar con populismo el delirio populista. Muchos militantes y votantes se sienten atraídos por la nueva tendencia. De ahí el frágil suelo que pisa el socialismo democrático.