Sí, amables lectores, han caído cuatro gotas y ya veo, desde mi ventana, cómo los niños que entran en el colegio que tengo enfrente, llevan puestos sus chubasqueros, sus botas de agua, y portan su preciosa cartera protegida por una funda de plástico. No les falta un detalle, ni uno, lo que no tengo tan claro es que los deberes y las lecciones que deberían haber hecho y estudiado para hoy estén tan perfectos como sus vestimentas.

No me digan que soy una anciana muy quisquillosa. Todo es debido a que recuerdo a mi difunta madre que se sentaba con mis hermanos y conmigo en aquella enorme mesa, cuando terminábamos de merendar y no nos dejaba movernos hasta que le recitábamos las lecciones como papagayos. Yo no he sido tan perfecta con mi chiquillería, pero les hacía cumplir unas normas, por ejemplo: que bajaban a jugar sólo los sábados y los domingos si, previamente, habían terminado los deberes que deberían entregar los lunes. Yo les aseguro que protestaban, pero sabían que perdían el tiempo. Y hoy no dejan de recordarme lo madrastrona que era. Ya ven, con la carita de buena que tengo.

Alguna vez pienso si no me excedí en mis normas. Mejor es no pensarlo. No me han demandado y eso es un punto a mi favor.

Creo que los pantanos se están llenando de nuevo, y demasiado deprisa. «No tenemos término medio o nos morimos de sed o nos ahogamos» decía una señora hace un rato en el mercado y no le contesté, pero pensé: «Señor, Señor, de todo nos quejamos; si llueven cuatro gotas, decimos: Nos vamos a ahogar».

Lo cierto es que, a veces, nos quejamos de vicio, sólo a veces. Hasta la próxima semana.