Era imposible no creer en Zimmerman, aunque un tal Lennon le negase tres veces, como se niega siempre al padre y a los dioses. Era imposible no creer en el músico, en el poeta, en el trovador que mostró al siglo XX su propio espejo y la luz oscura que llevaba dentro. Era imposible no creer en él, en su música, en su poesía, en su compromiso. Cuando el rock and roll era nada más (siendo eso muchísimo) que una rebeldía sin causa, un asunto de tupés y pelvis, llegó él para poner la palabra y el pensamiento, barajando un profundo conocimiento de la música popular norteamericana tanto blanca (folk, country) como negra (blues), y de la gran literatura universal.

Ese es Bob Dylan, un tipo raro que no juega a hacer moralejas, que no quiere ser profeta de nada, ni portavoz de nadie, ni siquiera de aquella generación que creyó posible cambiar el mundo (y que lo intentó). Hay que creer en Robert Zimmerman y agradecerle su gran vocación juglaresca, la de llevar la poesía a todos los rincones del mundo cabalgando sobre la música.

Esa es, sin duda, la gran, la inmensa aportación de Robert Zimmerman, sin quien, seguramente, los Beatles no hubieran sido los Beatles, ni los Rolling los Rolling, ni por supuestísimo Sabina hubiera sido Sabina, que le copia hasta los sombreros. Él abrió la puerta, inició el camino, puso las bases para que el rock siguiera siendo rebelde, pero ya con una causa, con la determinación de transformar el mundo.

Es evidente que no lo logró del todo, que el mundo sigue siendo, como en aquel viejo tango de Enrique Santos Discépolo «una porquería», pero nadie puede negar que si la música rock fue desde la segunda mitad del siglo XX, casi justo después del fin de la Segunda Guerra Mundial, un motor de cambio social y cultural, un viento nuevo que logró que, por primera vez en la historia, los jóvenes del planeta estuviesen conectados por una misma corriente, que un alma común les uniese, Bob Dylan es quien más ha contribuido a esa revolución hecha con canciones.

Por eso yo sí creo en él, en ese Dylan que recaló en Málaga un sábado de abril de finales del siglo pasado para dar el mejor concierto en el que he estado. Y por eso hoy, para escribir esta columna, me he puesto una camiseta con su cara, como hace otra gente cuando su equipo gana la Champion. Tenía que hacerlo, era necesario. He esperado mil años a que le dieran el nobel de Literatura a un trovador, a uno de los nuestros.