Vivimos una enorme mentira, una película de ciencia ficción, y es que la gente se cabrea cuando la autoridad competente, o por lo general incompetente, decide establecer medidas que implican cierta pérdida de libertad personal en beneficio de la seguridad colectiva. Si, por ejemplo, incrementa el riesgo de sufrir un atentado yihadista hay quien se molesta por la instalación de cámaras en la vía pública, el refuerzo de chequeos en carretera e incluso de los pinchazos aleatorios de las conversaciones telefónicas. A estas personas puede que no les falte razón pero creo que, quién nada tiene que temer, no debe verse afectado por según qué medidas de control, siempre y cuando los datos obtenidos sean tratados con la confidencialidad necesaria y para el fin auspiciado, claro está.

Lo curioso es que las mismas personas que se sienten injustamente vigiladas ceden gustosamente los datos más íntimos de su vida a buscadores de internet y redes sociales sin preguntarse dónde van los besos que sí damos, dónde van las fotos que enviamos. Cada vez que usted muestra su interés por un enlace está trazando un perfil psicológico completo con sus filias y sus fobias, desnudando su personalidad sin el más mínimo rubor, de ahí que si busca un billete de avión a Roma se le llene el ordenador de ofertas sobre esa ciudad, y si comparte los enlaces de su equipo favorito pues tres cuartos de lo mismo. Pueden geolocalizarte por la señal del teléfono, conocer tus aficiones por las aplicaciones descargadas y convertir tu terminal en una grabadora sin tu consentimiento. Pero nada de eso nos importa, porque nos engañamos pensando que no hay un informático gafapastas en un bunker de Oklahoma recabando datos sobre nuestro perfil de apetencias mientras ojea porno de reojo. No es tangible, no es visible, y por tanto nos da igual.

Amazon, WhatsApp, Alibaba, Google, Twitter, YouTube, Facebook, Samsung, Skype, eBay, Instagram y Apple. Las doce grandes compañías que controlan cada centímetro de nuestras vidas, y todos tan contentos. Trillones de datos en sus alforjas y nosotros escocidos cuando lo que publicamos no se comparte lo suficiente. Para hacernos una idea de la trascendencia basta y sobra con saber que la revista Time ha incluido al youtuber Rubius en su lista de líderes mundiales de la próxima generación. Es decir, un chaval frente a una camarita influye en la vida de millones de personas que le siguen por la red.

Lo último es la aplicación que han creado conjuntamente los bancos españoles. Una herramienta de pago directo entre teléfonos móviles, otro paso más en la desaparición del dinero físico y de los trabajadores de la banca, ambos sustituidos por tecnología. Como el siglo pasado con el tractor en el campo, pues ahora con la banca. Lo oscuro del cuento, la cara b de la idea, es la intención del asunto, que es controlar lo que gastas y en qué te lo gastas.

Pero todo plan tiene su laguna, y por tanto debemos cuestionarnos el por qué del incremento de los delitos informáticos. Podemos desearle la muerte a un niño torero, compartir videos eróticos de una exnovia, robarle la señal al vecino, usurpar la personalidad de alguien, robar datos de una cuenta bancaria, hackear la cuenta de una famosa o falsificar la firma digital de un juez, y todo porque hemos puesto nuestra vida en manos de un puñado de empresas, cediendo nuestra intimidad a la nube, y para colmo creemos que somos más libres que nunca. Ilusos.

Ni siquiera el jefe de campaña de Clinton, John Podesta, se ha librado de ver sus datos personales publicados mientras EEUU planea lanzar un ataque cibernético contra Rusia. La tecnología puesta al servicio de intereses bastardos, es lo que hay, pues como afirman los expertos en seguridad, cualquier sistema es técnicamente manipulable. Amenaza Persistente Avanzada (APA) lo llaman, ahora duermo más tranquilo.

Hace más de sesenta años que George Orwell se preguntó en su novela 1984 quién vigila al vigilante, así que no desvelo nada nuevo, pero comparto mi preocupación por esta silenciosa y aceptada cesión de confianza en algo tan fácil de manipular que nos deja a un solo clic de ser expuestos. Termino mi columna de hoy y sigo sin saber quién es más feliz: yo, esclavizado a la prontitud colgando este articulo en la red social para que usted lo lea, o nuestros abuelos, que disfrutaban sin prisa del genuino control de sus vidas y gozaban del auténtico derecho a una intimidad inviolable.

Voy a preguntarlo en Facebook, a ver si me aclaro.