La Real Academia Española de la Lengua, esa que «limpia, fija y da esplendor» al castellano, se ha unido a la moda de sacar la ropa sucia a la calle. Arturo Pérez-Reverte, el chico malo de la clase, y Francisco Rico, un catedrático que se dedica a la literatura medieval y renacentista, se han cruzado algunos artículos de opinión. Los dos últimos en El País. Los académicos, como si fueran dos tronistas de Mujeres y hombres y viceversa, o dos muchachos recién salidos de su cita en First dates, se tiran los trastos de ida y vuelta para asemejarse al famoseo televisivo.

Cada uno a lo suyo. Rico, el ficticio novelista verdadero de Javier Marías, acusa a Reverte de querer acogerse al amparo de la RAE después de haberle atizado en sus artículos; Pérez-Reverte, por su parte, deja en bragas a Rico, al que parodia denominando «autor del Quijote».

Reverte, que tiene la mala leche del que ha sobrevivido a cubrir alguna guerra en el escenario principal, se pone estupendo y acusa a Rico de tener únicamente motivaciones crematísticas en la Real Academia. Es decir, que el autor de la saga Alatriste pega cañonazos acusando a Rico de ser un pesetero y, lo que es mejor, amenaza con bombas nucleares en los siguientes términos: «Quizá en otro artículo, más adelante, si es que el profesor Rico me anima a ello, pueda extenderme con espantables y jamás imaginados detalles sobre el asunto».

A la RAE lo que le faltaba es explicitar sus cuitas internas. Una entidad con más de trescientos años de historia y que está continuamente en el punto de mira por sus discutibles decisiones. Hay una cosa clara: si Pérez-Reverte tiene carnaza la hará trizas hasta que el pedazo más grande sólo se le quede entre los dientes.