Uso aquí el término «filisteo» en la tercera acepción del Diccionario RAE. Según ella, un filisteo es la persona de espíritu vulgar, de escasos conocimientos y poca sensibilidad artística o literaria. Pues bien, me parecía que los tales filisteos tenían por costumbre guardar silencio, quizá rencoroso, ocultar su voluntaria y culpable ignorancia zafia, mantener un perfil bajo y tratar de pasar desapercibidos. Sin embargo, los veo cada día más crecidos, se han venido arriba, se han hecho los amos de la tele, dominan los foros de las redes sociales, han invadido una no desdeñable parte de la prensa y campan por sus respetos en cualquier tertulia. Ser un filisteo está de moda, amigos. La barbarie cotiza. La burricie goza exhibiéndose. Ya no son pasivos, han pasado a la acción. No sólo los enorgullece ser analfabetos y no saber una palabra de nada, sino que atacan lo bello, lo que nos hace humanos, allá donde se encuentre. Ante la entrega de los premios «Princesa de Asturias», galardones antifilisteos, viene al pelo cierta anécdota del gran Simon Leys. Cierto día, escribía en un café, rodeado por todas partes de las voces filisteas que disputaban, generaban ruido tras estrépito y gozaban como fondo sonoro de una televisión que acrecía la barahúnda con más jaleo alborotador. Pero, de pronto, se produjo un silencio estupefacto. Un cambio involuntario de canal había hecho que un suavísimo quinteto de Mozart sustituyese al escándalo. Los filisteos se miraron sin saber qué hacer, confusos y confundidos. Por fin, el más valiente se hizo con el mando y volvió a sintonizar la anterior bulla canalla. Así retornó la alegría a las mesas y a la barra filisteas: el orden bárbaro había regresado. A partir de esa historia, Leys enhebra unas reflexiones que hago mías por completo: «Lo comprendí en ese momento y no lo he olvidado: los verdaderos filisteos no son incapaces de reconocer la belleza; la reconocen demasiado bien; detectan su presencia en cualquier parte, de inmediato y con un olfato tan infalible como el del esteta más sensible; pero en su caso para poder lanzarse mejor sobre ella y destruirla antes de que encuentre un punto de apoyo en su imperio universal de fealdad». Y prosigue hilando muy fino: «La ignorancia no es simplemente ausencia de conocimiento, el oscurantismo no se debe a la escasez de luz, el mal gusto no es una mera carencia de buen gusto, la estupidez no es sólo falta de inteligencia: se trata en todos los casos de fuerzas ferozmente activas, que se afirman con furia en toda ocasión, que no toleran ningún desafío a su dominio omnipresente. En todos los campos de la actividad humana, el talento inspirado es una ofensa insoportable a la mediocridad». En una palabra, no es que el filisteo nato, convicto y confeso, el profesional de la vulgaridad, el fango, la ciénaga moral y estética aguarde sentado a que el imperio de la fealdad y lo bajuno triunfe: es que cada día se esfuerza más en atacar, en favorecer con su estulticia y su agresividad que lo más repugnante aflore, crezca y gane. Son muy activos los filisteos que insisten en volvernos a la caverna, al aullido, al eructo y al vómito. Decididos a que venza lo cerril, lo chabacano, lo bestia, amplían su radio de acción a cualquier ámbito, felices de arrastrarnos a todos al naufragio. Concluye Leys: «Si esto es cierto en el reino de la estética, en el de la ética lo es todavía más. La belleza moral parece exasperar más que la belleza artística a nuestra patética especie. La necesidad de rebajar a nuestro miserable nivel, de desfigurar, de ridiculizar y de desacreditar cualquier esplendor que se eleve por encima de nosotros, probablemente sea el impulso más deplorable de la naturaleza humana». Amén. Pasemos también a la acción, detengamos su empuje con firmeza, siempre, allá donde se manifieste el totalitarismo filisteo, ni un paso atrás.