Hace unos días Javier Fernández, presidente de la gestora socialista, hablaba de la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones centrando el debate que ha habido siempre en el PSOE y que explica la confrontación interna actual. Es el dilema que le enfrenta a la abstención o a su reiterado no a Rajoy en su próxima y deseable investidura. Sin embargo a la vista de la ausencia de debate interno al respecto -carencia no sé si deliberadamente impuesta o consecuencia de un abandono de lo que significa realmente militancia política- (debió hacerse mucho antes; ahora no hay tiempo para abordarlo con la serenidad necesaria), creo que en vez de ética sería más cierto hablar de «estética de la responsabilidad» y «estética de las convicciones». Dilema existente no solo entre los socialistas sino también en el PP y se aprecia incluso en Podemos con el enfrentamiento entre Iglesias y Errejón; por supuesto con dispar intensidad y convicciones y responsabilidades diferentes en cada partido. Pero si permuto el concepto de ética por el de estética es debido al «postureo» con que los líderes políticos nos han estado obsequiando desde hace casi un año. No hemos apreciado discurso alguno sobre las convicciones de cada quien, la diferente responsabilidad esgrimida se ha limitado a una simple enumeración de eslóganes genéricos sin contenido real alguno. Más en la izquierda cuyo discurso político se ha limitado a la adánica dialéctica frentista de buenos y malos, consecuencia en gran medida del rodillo popular de la última legislatura completa.

En Ciudadanos el problema es diferente porque su potencial clientela política no encuentra en ellos convicciones sino solo responsabilidad -para muchos oportunismo- al pretender ser mediadores entre derecha e izquierda con los sucesivos acuerdos con PSOE y PP. Han sido demasiados años de bipartidismo imperfecto para que se aprecien sus esfuerzos por convertirse en la bisagra entre ambos. Además, la aparición de Podemos en el espectro político les ha hecho perder su centralidad y, con ello, su principal activo político.

Y los españoles comprobamos con creciente irritación que los líderes políticos ni siquiera se plantean los problemas que nos acucian en cuya solución deberían estar comprometidos. Que en vez de políticos conscientes de sus obligaciones y responsabilidades nos encontramos con personas que, ensimismadas en su soberbia o sus intereses personales, nos crean más problemas e, incluso, prefieren hundir sus organizaciones (¿verdad Rosa Díez?) antes que dar pasos hacia la racionalidad democrática del pacto y la negociación.

Porque a nadie se le pide que abandone las convicciones que nuclean las respectivas ideologías pero sí que resuelvan los problemas. Las dos últimas elecciones demuestran que los españoles no queremos el dominio de unas sobre otras sino que se encuentre el mínimo común denominador, es decir el terreno común «responsable» a partir del cual construir la gestión de España: unos gobernando, otros dejando gobernar y controlando o condicionando la gestión del gobernante. Eso tiene una palabra en el momento actual: abstención. Máxime en unas circunstancias de emergencia económica de las que todavía no hemos salido y cuando una parte significativa de los actores políticos están empeñados en quebrar el principio fundamental de la democracia: el respeto a una ley justa democráticamente aprobada. En este tema entiendo que no se puede transigir minimamente -pecado mutuo de los populares y socialistas- porque el edificio constitucional, que con tanta sangre y esfuerzo hemos levantado, corre peligro de derrumbarse sin tener un recambio.

Ni tampoco es consentible la inacción, cuando no la comprensión, frente a la actividad golpista de los antidemócratas del nacionalismo; mucho menos desde el ámbito político de la izquierda donde se pregona la convicción de la igualdad y la defensa de la gente o de las clases medias y trabajadoras, pero dejando de lado una de sus principales señas de identidad, como es el internacionalismo. Ni siquiera valoran que de tener éxito el antiespañolismo los primeros y más duramente perjudicados serían esos que dicen defender.

¡Qué casualidad que las comunidades autónomas donde las socialistas tienen menor peso político, y en descenso, sean precisamente aquéllas donde el nacionalismo periférico es dominante! La renuncia a defender la españolidad en dichas comunidades y su colaboración con él provoca la deserción paulatina de sus tradicionales votantes perjudicando igualmente las expectativas en el resto de España. El socialismo español necesita líderes que no tengan complejos en pregonar inequívocamente que no se puede ser socialista y nacionalista al mismo tiempo y actuar en consecuencia. Son principios políticos incompatibles.

Por eso entiendo que, en los momentos actuales, desde la ética de la responsabilidad tiene que ser mucho más fácil el encuentro de posiciones muy divergentes en el terreno ideológico, cuando está amenazado un bien superior, como la propia supervivencia del marco general de convivencia, al vulnerarse la ley impunemente por representantes del estado y aquí no pasa nada. Pienso que es preciso un cambio radical de la política que lleva mucho tiempo abdicando de su responsabilidad con el trasladado del peso de la defensa de la Constitución a la Justicia, a la que ha maltratado a lo largo de esta etapa democrática. Son gravísimos errores que espero estemos a tiempo de rectificar.

A fin de cuentas, en la dialéctica entre la convicción y la responsabilidad (da igual que sea ética o estética) hace falta la gestión de la contradicción -cada quien con la suya-, si bien para el éxito político lo fundamental es la racionalidad instrumental. Si prescindimos de la responsabilidad en aras del purismo ideológico de las utopías irrealizables la derrota es segura. En cualquier caso los españoles podemos y debemos exigir que nuestros políticos no nos mientan, aunque a veces no nos puedan decir la verdad que no es lo mismo.