Granadino de nacimiento y malagueño de adopción, he podido constatar en pocos años que, en esta buena tierra, las obras urbanísticas comienzan y, más tarde o más temprano, se acaban. De la mayor o menor razonabilidad de los plazos de ejecución de las mismas hablaremos otro día. Sin duda alguna, por poner un ejemplo, Málaga ha tallado su estampa con maestría de cara al viajante que la aborda desde el mar. A un golpe de ojo, este turista se traga, quiera o no, los cuatro bloques de presentación que la ciudad le vende de manera premeditada: La noria, la Catedral, la Alcazaba y el puerto. Si, ya en tierra, continuamos subiendo por la Alcazabilla, desde el Paseo del Parque, disfrutamos de uno de los entornos más privilegiados y carismáticos de la ciudad, tanto para el visitante como para el residente. Pero es al final del tramo, dejando a un lado el Teatro Romano y los inamovibles ideales del cine Albéniz, cuando nos encontramos con la mole, sin vida, de lo que un día fue el cine Astoria. A su lado, la plaza de la Merced también fue objeto de una reforma física y espiritual, que supo embellecer sus aristas y, a la par, eludir sus entornos como sede oficial del botellón. Pero como en todos los relatos de fantasía épica, también en esta vieja plaza, la sombra viene del Este. No voy a entrar en el viejo debate de las posibles potencialidades de uso que pudiera asumir el viejo esqueleto del cine Astoria. Ríos de tinta y polémica han corrido en prensa y en plenos municipales acerca de lo que debiera ser y de lo que podría ser, incluso de su posible demolición. Vamos a intentar hablar de lo que ahora mismo es. Por la parte norte, quizá su tramo más discreto, un cartelón alusivo a Picasso, ya deslucido, oculta el verdadero estado del edificio al caminante que baja desde la calle Victoria y que, en seguida, se pierde por las mieles de la plaza de la Merced. Seguidamente, en la esquina inmediata, el ayuntamiento, muy hábilmente, se ha encargado de instalar una estación de préstamo de bicicletas. Ese punto de modernidad urbanística invita a dirigir la mirada al frente, y no a las alturas, donde comienza a apreciarse la ruina del inmueble, con lo cual matamos dos pájaros de un tiro. Pero es a continuación, agárrense, donde los perros entran en danzas. Una ristra de diez o doce contenedores de basura abarca el resto del tramo de la fachada oeste. Sin embargo, acumular contenedores de manera excesiva implica problemas muy evidentes. Sin ir más lejos, la última huelga de basuras concentró allí uno de sus puntos calientes. Pero por dar más lustre al asunto, esta hilera tan colorida también ha asumido tácitamente su uso como urinario o servicio público. Así, sin más. Pasen y vean. Para las necesidades menores cualquier esquina y hora es buena. Quién dijo miedo. Y para las mayores, eso sí, baste con retirar hacia adelante el penúltimo de los contenedores, creando un hueco o espacio semiprivado entre éste, la pared del Astoria, y el contenedor siguiente. No me lo he inventado. Pero sigamos, porque es en el ala sur donde las viejas escaleras del Astoria acogen en sus escalones las realidades personales más dignas de misericordia que pasean por nuestros días. Allí, al igual que en la esquina más inmediata de la plaza, pernoctan cada noche las víctimas de la indigencia. A pecho descubierto. Cuando por la mañana pasas por allí, alguno te pide un cigarro, fuego, o unos euros para el café. Y finalmente, en la cara este, es un triste muro el que, también de manera triste, da entrada a la calle Victoria. Allí está, señoras y señores, ese cuadrilátero cochambroso tan objeto de debate. Vayan a verlo. Quizá, qué se yo, la supervivencia de este coloso pueda tener algún sentido. Alguna finalidad que vaya mucho más allá de la mera estética. Aunque sólo sea, que no es poco, recordarnos cada día, en mitad de nuestras idas y venidas, que aún duerme gente en la calle. ¿Y por qué duerme gente en la calle?... Eso ya es otro tema.

*Pedro Javier Marín Galiano es escritor