Mientras buena parte del mundo árabe se agita y sufre bajo las consecuencias de la Primavera Árabe, Marruecos parece un remanso de tranquilidad, un país algo aletargado y gobernado por un rey joven que trata de conjugar tradición y modernidad a tan solo catorce quilómetros de la Península Ibérica. Un país fascinante y muy desconocido para la mayoría de españoles a pesar de que allí nos jugamos mucho pues somos su primer socio comercial y mantenemos relaciones políticas pasionales y a menudo poco racionales. Un país donde tenemos contenciosos empresariales por corrupción o falta de seguridad jurídica, y otros políticos y de seguridad, de delimitación de aguas, de inmigración ilegal, de tráfico de drogas, o diferencias sobre el Sáhara y Ceuta y Melilla. Un país que, por otra parte, coopera eficazmente en la lucha antiterrorista. No son cuestiones menores y exigen nuestra atención pues dentro de cien o mil años pasarán muchas cosas al norte y al sur del Estrecho de Gibraltar, pero Marruecos y España (o lo que entonces ocupe su lugar) seguirán uno junto a la otra. El rey Hassan II decía que no había que insultar al futuro y tenía razón porque lo compartiremos, queramos o no.

Acabo de visitar una vez más ese bello país donde he pasado cuatro años como embajador y donde tengo buenos amigos. Y lo he hecho apenas unos días después de las elecciones generales que han ratificado la supremacía del islamismo moderado del Partido Justicia y Libertad y de su líder, Abdelilah Benkirane, como primer ministro. El segundo lugar lo ha ocupado el PAM (Partido Autenticidad y Modernidad) que es próximo al Palacio pues fue fundado por un íntimo del rey, y que tiene más implantación en las zonas rurales. Lejos han quedado los partidos tradicionales Istiqlal y socialistas (USFP), marcando así el inexorable paso del tiempo. Fuera del juego político están los islamistas radicales de Justicia y Caridad. En esto, y en otras cosas, es de admirar la habilidad de Palacio al romper el espinazo del movimiento islamista, dividirlo e integrar a una parte en el juego político.

Benkirane es un líder pragmático y moderado que hace una política económica liberal y de lucha contra la corrupción, mientras es claramente conservador en lo social, en sintonía con la mayoría sociológica del país. Pero la participación electoral ha sido muy baja porque en realidad a los marroquíes les importa poco quién es el primer ministro, pues saben que el poder está en manos del rey, como ha estado siempre. Cuando Mohamed VI vio llegar la Primavera Árabe se adelantó con habilidad y reformó la Constitución, instituyendo el Islam como religión del Estado (con control de las mezquitas a cargo de un ministerio que vigila los púlpitos), estableciendo la igualdad formal de géneros, reconociendo la lengua amazigh (bereber), y con otras medidas bien recibidas y que no tocaban el fondo del asunto: que el poder siga en manos del monarca, que es quien preside los consejos de ministros, puede disolver el parlamento, se reserva la gestión del Sáhara, y nombra los ministros de Exteriores, Interior y Justicia, que dependen directamente de él y no del primer ministro. Su legitimidad se basa en la religión y esto le da enorme fuerza pues es Emir al Muminim («príncipe de los creyentes») y descendiente directo del Profeta, lo que quiere decir que el rey goza a los ojos de muchos compatriotas (casi un 50% son analfabetos) de un estatus cuasi divino que cubre con su manto las decisiones que toma, de forma que aunque las de carácter político puedan ser criticadas, en realidad nadie osa hacerlo.

El rey es además el principal empresario del país a través de la sociedad SNI (Societé Nationale d'Investissement), de la que palacio controla el 60% y que vale algo más que el 3% del PIB de Marruecos. Además posee palacios en todas las ciudades importantes (la corte es itinerante y los ministros se desplazan para despachar con su majestad), y es el principal latifundista. Su fortuna personal la estima la revista Forbes en torno a los 6.000 millones de dólares. Su poder es omnímodo y toda crítica a su persona está prohibida.

Dicho esto, no cabe duda de que a su manera el rey Mohamed VI es un modernizador que trata de mejorar la vida de sus súbditos sin menoscabar sus prerrogativas reales y eso lo nota cualquiera que haya visitado Marruecos con unos años de intervalo. Mejores carreteras, electrificación, teléfonos, transportes, escuelas y alfabetización, hospitales, urbanización, mejoría del nivel de vida... que conviven con la pervivencia de chabolas que el régimen trata de ocultar como ha hecho siempre, elevando muros en derredor; con un preocupante número de licenciados en paro que se manifiestan desde hace años delante del Parlamento en demanda de trabajo; con estrecho control de la prensa; con policías omnipresentes y con un número cada vez mayor de mujeres tapadas, algo que se veía muy poco hace quince años. Esta islamización progresiva se nota en los ayunos de Ramadán, que todo el mundo respeta en público, en que no se sirve vino o alcohol en las comidas oficiales (en privado es otra cosa) y en el vestir de ellos y, sobre todo, de ellas.

Marruecos camina hacia la democracia aunque lo hace a su manera, dentro de sus tradiciones y a su ritmo, y debemos ayudarle pues nada nos conviene más que tener al sur un vecino estable, democrático y desarrollado.

*Jorge Dezcállar es diplomático