Hay dos momentos en los que se puede decir que uno se hace mayor, el primero es cuando le das la vuelta al disco y empieza la cara B de la vida, los cuarenta. La otra es cuando, en silencio, acompañas a tu hijo a un evento cotidiano y tu visión y la suya están a años luz de distancia. No me gusta el fútbol, me gustó hace mucho tiempo, cuando Gary Lineker rebañaba cualquier cosa parecida a un pase en el área chica y lo convertía en gol. Fui mucho tiempo del equipo del que era mi compañero de habitación, el que mientras yo dormía, repasaba derivadas a la luz de un flexo con una bombilla azul. Éramos del mismo equipo que el banderín que colgaba del crucifijo de su cama: el banderín tenía las caras del once inicial, pero solo se distinguía a Rexach, Artola y Neeskens.

Con estos antecedentes fui a ver al Málaga con mi hijo de 4 años. En el minuto 7 se quejó de la escasez de goles, pero no con furia a los jugadores, sino con esa ingenuidad que se hace preguntas que caen por su propio peso ¿Por qué no han metido ya goles si llevamos tanto tiempo? Minutos más tarde le tuve que explicar qué es un penalti, no sé si entendió el castigo y el porqué del mismo, pero celebró el gol. A mediados de la segunda parte los insultos, que los vecinos de grada dijeron al árbitro, llamaron su atención. -Papá -me dijo- eso ha sido una palabrota al árbitro, y al árbitro no se le debe insultar porque es el jefe del partido. Me quedé sin habla. «El jefe del partido». Bueno es que tenga las cosas claras en cuanto a cadena de mando. Será más feliz.

Al final celebró cuatro goles y me preguntó que cuándo le daban la copa al Málaga: creía que cuatro goles están muy bien pero que lo suyo es que cuando te esfuerzas y ganas te den un premio. El quería una copa para el Málaga. Aunque no me guste el fútbol he tenido un malaguista. Yo me conformaré con el regalo que es ver la vida con sus ojos.