Mi fe ha sido siempre de ceniza, una fe dada a la insustancialidad, la inconsistencia, la volatilidad. La poca que alguna vez tuve se me escapó de entre las manos siendo muy chico, y ni siquiera hizo falta el soplo de una fuerte ventolera. La mínima brisa del pensamiento la aventó y luego ya no hubo manera (ni voluntad) de recoger sus átomos.

Tampoco han sido sólidas en mí las otras virtudes teologales. Es ínfimo el tamaño de mi esperanza porque me bastó con dar una vuelta por la vida para saber que hay una razón concreta para que sea solo una vez y breve. Y en cuanto a la tercera, cambio un saco de caridad por una cucharada de justicia. Para colmo de todo esto, he incurrido en causa de excomunión por dos iglesias distintas (la Católica de Roma y la del Palmar de Troya, ahí es nada), de modo que me siento libre y soberano para opinar sobre qué deben hacer mis deudos con mis cenizas una vez cumplimentado el molesto trámite de pasar por la incineradora.

Y la cuestión es que hasta ahora yo no había pensado mucho en esto. Una vez muerto no va a importarme ya cosa alguna, de modo que no me parecía necesario andar preocupado por qué se haría de mis retos y lo había dejado un poco en manos de la creatividad de mis deudos. Sin embargo, ahora que la Iglesia Católica se ha puesto a enredar con el asunto, no me va a quedar más remedio que dejar unas mínimas directrices para que no tengan, llegado el caso, remordimientos de conciencia ni causa de contrición.

Si vais a esparcir mis cenizas entre las olas, como hice yo una mañana de enero con las de mi padre, sumergidme antes. Tengo un viejo pacto con el agua, pero no con el viento.

Si vais a depositarme bajo un árbol, buscad un tilo, que es el primero que hizo raíces en mi memoria. Si no lo encontráis me valdrá un algarrobo. Pero no me dejéis bajo una higuera, que dormir bajo ellas trae mucho bajío y presiento que la siesta va a ser larga.

Y si, finalmente, decidís que me quede en casa, que es donde siempre he estado mejor, ponedme entre los libros. Sería todo un detalle por vuestra parte que me hicieseis un hueco entre Quevedo y Onetti, dos vecinos con buena conversación.

Pero, recordad, todo esto no me importa demasiado (y menos debería importarle al buen Papa de Roma). Yo, lo he dicho alguna vez, quiero irme sin epitafios ni despedidas. Quiero ir apartándome despacio, ausentarme poco a poco y que, cuando me vaya, ninguno me eche en falta porque ya nadie me recuerde. Ser humo mucho antes de ser ceniza. Como llegué, así quiero irme. Sin memoria.