El cauce del río Guadalmedina es un asunto recurrente en el ágora local, y es justo que así sea por la posición central que ocupa en el trazado urbano de Málaga, por sus profundas implicaciones ecológicas, históricas y urbanísticas además de por el riesgo de avenidas catastróficas que documentan los archivos. Se suele aludir a los siglos de olvido durante los que no se ha acometido actuación alguna, pasando por alto los proyectos que en los noventa adecuaron estéticamente el curso urbano del río y aportaron mejoras sustanciales desde el punto de vista hidráulico. Puede opinarse acerca de la idoneidad de lo realizado como solución definitiva, pero lo cierto es que proporcionaba una imagen digna del centro urbano a la espera de una actuación más feliz o ambiciosa. Lo razonable habría sido cuidar y mantener algo que costó un pastizal y que se hizo hace apenas 20 años, mientras debatimos qué hacer mañana.

Un día una de las fuentes instaladas se averió y al día siguiente un vándalo rompió uno de los bloques de pavés que jalonan los muros de ribera. En vez de reparar lo dañado, se dejó degradar la zona proporcionando un ejemplo de manual a la «Teoría del cristal roto» usada en criminología: dado un edificio con una ventana rota, si ésta no se repara de inmediato seguirán otras y se desencadenará un proceso de deterioro irreversible. Sería deseable que se cuidase ese entorno, así quienes en esta ciudad hemos aprendido a ser conspiranoicos a la fuerza dejemos de preguntarnos si no se tratará de un abandono programado que abone la llegada de un salvador. A fin de cuentas creemos haberlo visto antes en Hoyo de Esparteros o Baños del Carmen. No se olvide que también existe una «Falacia de la ventana rota» que desmonta los supuestos beneficios implícitos en la oportunidad de reparar lo destruido. La destrucción nunca supone un beneficio social.