Ayer no me encontré a ningún escritor. Yo soy muy de no encontrarme a ningún escritor. Voy por la calle y veo filatélicos, masones, arquitectos, banqueros, ilustradores de cómic, amas de casa, camioneros o concejales, pero a ningún escritor. Supongo que estarán en sus casas novelando la caída de Bizancio, la batalla del Ebro, el furor uterino de una joven con mechas o las dificultades de un cristiano de provincias llegado a Londres para abrirse camino en el mundo del teatro o las finanzas.

Al no encontrarme a ningún escritor no pueden escribir que voy por la calle. Y si lo escriben sería de oídas. Bueno, yo mismo escribo muchas veces de oídas. Por ejemplo, escribo que hace un día luminoso y sin embargo sólo he visto un trozo de cielo. El que asoma por mi ventana. O mejor sería decir que es mi ventana la que asoma al cielo. Y así, sin contrastar, sólo por una pequeña porción de cielo azul y limpio ya voy y digo que el día está luminoso. No es menos cierto que escribir de oídas es imaginar y eso, el imaginar, es la base de la literatura. O una de ellas.

Yo por ejemplo estoy imaginando estos días cómo sería la vida de un poeta vegetariano en Argentina, pero aunque ya he escrito un par de capítulos, la imaginación se me va hacia los chuletones o el chorizo criollo y en vez de folios produzco jugos gástricos. En el primer capítulo, el poeta trata de trenzar un soneto sobre la incomparable belleza del Uruguay, que le tiene trastocada el alma y nublado el entendimiento. Pero no ha estado nunca en Uruguay y, sobre todo, tiene un hambre atroz dado que ha almorzado lechugas y una manzana. Tampoco entonces tiene fuerzas para pasear. Por eso mi alma gemela de Argentina tampoco se encuentra a escritores, o al menos a escritores como él, por la calle.

Están débiles. El problema estriba en que como este escritor es producto de mi imaginación, podría de repente volverlo un adicto a la buena mesa y así, harto de buen vino tras un almuerzo memorable debería sentarlo a escribir no sólo sonetos, si no por ejemplo, también una ambiciosa novela que cambiara el rumbo del Uruguay o de la Argentina o la Pampa. O del mundo entero. Un mundo con muchos escritores en la calle y yo en mi casa escribiendo.

El consuelo de todo esto es pensar que no me encuentro escritores porque son todos lectores. No míos, no soy nada egoista, ni escribo nada de provecho. Lectores de cualquiera y de cualquier género. Quién sabe si el joven dependiente de la mercería es adicto a Homero o la chica taxista de la otra tarde se embebe con García Baena; quizás el viandante atildado que hace amago de saludarme viste así por emular a Oscar Wilde. O a lo mejor el alegre muchacho que vuelve de la obra no se pierde ningún artículo de aquí los compañeros de esta doble página. Un misterio.

Digno de que lo escriba. Pero no puedo hacerlo, dado que me tienta la calle y el paseo. Y buscar escritores, reconocerlos, imaginar sus vidas. Y no sé para qué, la verdad. Para escribir algún artículo, a lo mejor.