La Congregación para la Doctrina de la Fe -la antigua Inquisición, vaya- ha redactado un documento papal por el que se advierte a los católicos acerca de la inconveniencia, de acuerdo con las creencias cristianas, de incinerar a los muertos: hay que enterrarlos. Como hasta los responsables de la defensa del dogma se ponen al día, el documento reconoce la conveniencia de incinerar por razones higiénicas, o porque así lo haya dispuesto en su testamento el fallecido, pero con la condición de que sus cenizas sean depositadas después en el cementerio. Nada de guardarlas en casa ni de llevar a cabo esa tradición tan romántica de esparcirlas al viento. Al leer la noticia me pregunté qué puede haber en las tumbas que las haga preferibles para la doctrina de la fe a la entrega del cadáver al fuego. La respuesta no tarda en salir por sí sola: si se cree en la resurrección de los muertos en términos tan estrictos como para suponer que hasta el cuerpo volverá a la vida, más vale que éste no se consuma en las llamas. Pero, claro es, la idea de mantener lo mejor posible los restos tras la muerte no deja de ser una utopía. Ni siquiera los egipcios lo lograban con sus técnicas de momificación que, en todo caso, retiraban las entrañas y, ¡ay!, el cerebro. Una resurrección en esas condiciones resulta un tanto incompleta. Pero hay más: tras la muerte, y con el paso del tiempo, los organismos que causan la descomposición terminarán por hacer desaparecer el contenido orgánico de cualquier tumba. En el mejor de los casos la osamenta se fosilizará convirtiéndose en piedra. Sólo los planes megalomaníacos de quienes se hacen congelar tras la muerte, como Walt Disney, garantizan la conservación durante un tiempo que, comparado con el del Juicio Final, resulta un suspiro. Y ¿qué cabe pensar de lo que le sucede a quien es arrojado al agua al morir en una travesía por mar y se lo comen los tiburones? Todo eso es en realidad ridículo, como lo es cualquier intento de aplicar el raciocinio a la fe, porque los milagros necesarios para la resurrección de los muertos pueden superar cualquier inconveniente asociado. El mayor de todos tiene que ver con el rescate de la entropía, de ese camino hacia la nada energética al que nos lleva el universo. Así que de poco sirve contraponer la ciencia a la religión, como tantas veces ha explicado Francisco Ayala, el gran biólogo evolucionista a quien, por sostener esa inconmesurabilidad mutua, han investido hace poco como doctor honoris causa en la Universidad Pontificia de Comillas. Ni el método científico ni el sentido común se aplican en el terreno en el que se levantan las creencias religiosas, así que el documento inquisitorial hay que tomarlo como lo que es: una guía destinada a orientar los pasos de los católicos fieles al Vaticano. Lo malo es que se pretenda imponerlo al resto.