Después de su desfachatada intervención en Ucrania y tras anexionar Crimea entre las inofensivas protestas de medio mundo, parece que Rusia hubiera debido portarse bien durante un tiempo, aunque solo fuera para que nos fuéramos olvidando de unas sanciones que le están haciendo daño y que tampoco despertaban entusiasmo en Europa. De hecho en junio se dudaba de si habría en la Unión Europea la unanimidad necesaria para mantenerlas. Al fin y al cabo, se decía, hay que entenderse con Rusia y Crimea había sido rusa desde que Catalina la Grande y Potemkin se la habían arrebatado a los otomanos. Solo en 1953 se le ocurrió a Kruschev regalársela a Ucrania por la sencilla razón de que no se le pasaba por la cabeza que Ucrania pudiera un día independizarse.

Antes del verano Rusia ponía cara de buen chico, decía que respetaba los acuerdos de Kiev y aceptaba conversaciones sobre el tema dentro del llamado “formato Normandía” que quiere decir que a la mesa se sentaban rusos y ucranianos junto con franceses y alemanes, lo que dejaba fuera a norteamericanos y británicos que son más duros con los rusos. Ya se sabe que los alemanes (gracias a Schroeder) dependen del gas ruso y que a los franceses les encanta jugar a gran potencia. Y en el frente de Siria hablaba de tregua.

Pero ahora el clima se ha enrarecido. Varias cosas han sucedido para que esto ocurra. La primera ha sido la publicación del llamado “Informe holandés” que demuestra que el vuelo 17 de Malasyan Airways fue derribado por un misil ruso disparado desde la zona separatista de Ucrania. Que el gatillo lo apretara un ruso o un ucraniano entrenado por los rusos, da igual. Fue un crimen, un error descomunal y una tragedia que no debe quedar impune. Como lo son también el intento de interferir en el proceso electoral norteamericano o la financiación de grupos populistas de extrema izquierda o extrema derecha en Europa.

Que el ambiente se tensa lo demuestran la instalación de misiles en Kaliningrado, las incursiones aéreas hasta las mismas costas españolas, o un lenguaje agresivo desde círculos próximos al Kremlin que amenaza con represalias nucleares. Es un nacionalismo peligroso de puertas afuera pero rentable de puertas adentro. Y luego está el fin de la tregua y los terribles bombardeos de la aviación rusa sobre Alepo, convertida en ciudad mártir junto con otras como Guernica, Sarajevo o Hiroshima. En Alepo los aviones de Damasco tiran bidones bomba y los rusos tiran misiles desde sus bombarderos y desde los barcos que tienen en el Mediterráneo y que operan desde la base de Tartus. La están planchando, como ya hicieron con Grozni. Por eso España ha acabado prohibiendo, tras dudas y con buen criterio final, que buques de guerra rusos rumbo a Siria repostasen en Ceuta.

Si lo del avión no tiene explicación, la intervención rusa en Siria es comprensible aunque no justificable. Por varias razones. La primera es la misma que motivó la intervención en Ucrania: el deseo de recuperar el estatuto de gran potencia que un día tuvo la URSS. Rusia pretende recuperar en Oriente Medio una influencia que se desvaneció tras la conferencia de paz de Madrid 1991, que alguien llamó el último tango de la URSS en la región. Y lo logró al dar una salida diplomática a la línea roja —trazada por Washington— de la utilización de armas químicas por el régimen de Damasco. Fue una jugada que le salió bien pues evitó que los americanos hicieran lo que no querían (meterse en el conflicto) y reforzó a su aliado Bachar al-Assad. La segunda razón es precisamente asegurarse la base naval de Tartus, que para Rusia tiene inmensa importancia estratégica porque es la única que tiene en el Mediterráneo. La tercera razón es que Moscú quiere reforzar al régimen de Damasco para luego llegar a las conversaciones de paz desde una posición de fuerza. Los bombardeos de Alepo pretenden que esta ciudad o lo que quede de ella caigan en las manos de Bachar para que en defecto de dominar el país, al menos controle la espina dorsal que lo recorre de norte a sur con las ciudades de Damasco, Hama, Homs, Latakia y Alepo. Su dominio le dará claras ventajas estratégicas y por eso Rusia combate a las milicias opositoras, lo que la colocaría en rumbo de colisión con los Estados Unidos de no ser porque Obama, en la recta final de su mandato, no quiere problemas en Siria. Putin cree que dispone de una ventana de oportunidad de cinco meses, hasta que tome posesión el nuevo presidente norteamericano, para crear sobre el terreno realidades con las que sea forzoso contar, sobre todo si Hillary Clinton gana las elecciones porque es considerada más belicosa que Donald Trump. Clinton quiere establecer una zona segura en Siria y dar más apoyo a la oposición, además de definir una zona de no sobrevuelo que pone nervioso al Pentágono porque podría llevarle a un enfrentamiento directo con los aviones rusos. Y la última razón que Moscú tiene para intervenir en Siria es hacer el mayor daño posible al Estado Islámico y a otros islamistas dependientes de Al Qaeda, con objeto de que no hagan atentados terroristas dentro de la propia Rusia. Y en la lucha contra los yijadistas, Moscú y Washington colaboran.

Putin juega fuerte y aprovecha con inteligencia y en beneficio propio la parálisis temporal americana y la inexistencia de Europa.

*Jorge Dezcállar es diplomático