Todas las tardes nos echábamos a la calle a jugar a los chinos, al escondite, a la regaña, y poco a poco iba oscureciendo sin darnos cuenta entre gritos de la chiquillería, y no tan chicos. En la plaza de la iglesia, de tierra roja traída del cerro colorao, nos juntábamos al salir de la escuela hasta la hora de la cena. Al lado de esa plaza, en la terraza en la que al final se convirtió la era donde se trillaba el trigo en el verano, Alfonsillo regaba a mano la tierra para asentar el polvo y empezó a sacar mesas del bar para que la gente, sentada el fresco, se tomara sus bebidas y sus tapas sin el rigor de aquellos veranos de infierno. En una de las paredes de la fachada, frente a la terraza, se había puesto un pedestal con sus escuadras sujetando la madera sobre la que cada tarde, sin falta, se sacaba, como se saca el santo y se coloca en la hornacina, un aparato de televisión que en las primeras horas antes del atardecer estaba apagado porque, primero, no se podía gastar tanta luz, y segundo, aunque se encendiera no se veía nada porque la claridad del día impedía ver aquellas imágenes en blanco y negro. Sólo al caer la tarde, con las primeras sombras de la noche, se encendía una de las primeras televisiones que llegaron al pueblo. Parecía que los nenes estábamos esperando el momento porque, de golpe, como guiados por la sintonía convertida en atracción irresistible, un corro de críos rodeaba el aparato, sin molestar a los clientes, cuando unos dibujos muy graciosos nos decían a los niños que ya está bien, que vamos a la cama que hay que descansar para que mañana podamos madrugar. Mediaba la década del 60, y TVE, que apenas tenía 10 años -nació el 28 de octubre de 1956- nos presentó a la familia Telerín y conseguía uno de sus primeros, perdurables, clásicos, y entrañables éxitos, esos que marcan a una generación, la mía.

La tele y la vida

Desde entonces, programa arriba programa abajo, la tele, TVE, ha estado presente en mi vida, en nuestras vidas. Claro que recuerdo el día en que llegó a mi casa la primera tele, un acontecimiento casi prodigioso que cambió los ritmos de la familia porque, de un día para otro, al ser la primera casa de la calle que tenía televisor, el comedor se nos llenó de vecinos, grandes y pequeños, que venían a ver lo que salía por la pantalla, imágenes sin nitidez, con una calidad que hoy sería inaceptable pero entonces, como unidos por el milagro de aquel invento, nadie notaba. Era tan fascinante el prodigio que a veces, incluso después de terminar la emisión con la bandera de España al viento, me quedaba mirando la pantalla, donde sólo se veían unas chispas en blanco y negro que parecían copos de nieve. Si me dejo llevar no por las fechas sino por los primeros recuerdos, hoy me veo ante Las historias de la frivolidad o Historias para no dormir, con la mano maestra de Chicho Ibáñez Serrador, del que recuerda Manuel Galiana, actor que protagonizó algunas entregas, su forma entusiasta de trabajar, y además que tenían que grabar en bloques de 20 minutos y que si te equivocabas había que empezar de nuevo todo el bloque. Me estremecía aquel grito que se escuchaba cuando las letras de la cabecera de la magistral serie temblaban como espantadas por el alarido y se iban desvaneciendo en nubes de humo hasta aquel portazo final que dejaba la pantana en negro. Pero también, si me detengo y me callo, en mi cabeza suena la sintonía acuática de Viaje al fondo del mar, de Bonanza, la más moderna del Un, dos, tres, responda otra vez, y veo a las hermanas Hurtado como las Tacañonas, y a la adorable Mayra Gómez Kemp, y a la calabaza tan cachonda como perversa, por cierto, concurso y formato que fue el primer producto de la tele española que se vendió al extranjero.

Que vuelva V

No se puede ser objetivo con la nostalgia. Por eso quizá usted tiene otros recuerdos, otros programas, otra selección. Era tan ingenuo, o tan ajeno a la otra cara de la pantalla, que sólo hasta que empecé a escribir de televisión no advertí que la tele, además de un entretenimiento maravilloso y popular, tenía una fuerza casi endemoniada de influencia, creación de modelos, fomento de unos valores en detrimento de otros, y arma aliada del poder, y desde entonces ya no pude verla con los mismos ojos. Sobre todo la tele que estos días celebra su 60 aniversario convertida, de nuevo, en instrumento de propaganda en manos del Gobierno, como lo fue con María Antonia Iglesias al servicio de Felipe González y el PSOE, con el manipulador -según sentencia firme y la audiencia que lo padeció- Alfredo Urdaci al servicio de José María Aznar y del PP, y como es hoy la tele pública al rendido, descarado e indignante servicio de Mariano Rajoy. La vileza a la que han sometido hoy un clásico como Informe Semanal, parodia del ejemplar producto que fue, alcanza niveles de meticulosa perversión. Hoy la tele pública no arriesga ni en su ficción -salvo excepciones como El ministerio del tiempo-, ni en información, con productos trasnochados como un España directo que sigue recorriendo restaurantes con fruición que sonroja, ni en entretenimiento. Antes se hacía Estudio 1 en hora de máxima audiencia con obras de Shakespeare, Miller, Lope de Vega o Calderón. Hoy se hace Hora punta y se rellena con farfolla y escombros. ¿Todo lo pasado es bueno y lo actual es malo? Ni mucho menos. No es eso. Ya digo, una cosa es la nostalgia, que no analiza desde la razón sino desde los sentimientos personales, y otra la percepción razonada y fría de los programas que hoy se emiten. Y en general tenemos una televisión pública que da grima, y pereza, y a veces vergüenza, una tele que Mariano Rajoy deseaba que fuera la BBC con una mano y con la otra, la verdadera, trabajaba, y en ello está, para hundirla. Así que «la detengan, que es una mentirosa, malvada y peligrosa, que no se puede controlar» -se mueve por el Consejo de Ministros David Civera, guiñándole a Miss Cospedal, La Generala-. ¿Recuerdan V -estrenada en 1985- y la come ratas Diana, maravillosa Jane Badler? Tendría que volver, y comerse a más de uno.

La GuindaSánchez&OT

Ganó la batalla como el Cid Campeador, muertecito. Eso sí, sólo de la audiencia. Fue el domingo pasado. Pedro Sánchez, ex del PSOE, apestado por la mora Susana Díaz, venció a los triunfitos de OT. El reencuentro. La Sexta contra La 1. Ganó la pequeña. Por goleada. De repente, el muerto Pedro revivió diciendo que se iba, y al vuelo lo cazó Jordi Évole y salvó a Salvados esa noche. Hoy, Sánchez, ha vuelto al olvido.