La vejez es un invierno crudo y sin salida, un tiempo y un espacio donde siempre hace frío y la luz va mermando con una insobornable voluntad de abismo. Por eso no se puede llegar a la vejez, ya lo dijo Stendhal, sin un poco de dinero o sin un poco de gloria, porque para transitar el páramo hace falta alguno de esos pasaportes.

Pero Rosa, a sus ochenta y un años, había llegado sin las dos cosas, y por eso vivía así, sin luz con la que alumbrarse y calentar un poco el helor que tienen las madrugadas. Ahora a eso le llamamos «pobreza energética», un concepto nuevo para el viejo asunto de no tener entre las manos más que miseria. Y en esa tesitura se encuentran, según las últimas estadísticas, siete millones de españoles.

Mi admirado poeta Juan Gil-Albert escribió un bellísimo poema titulado «La ilustre pobreza» («en la mesa unos frutos, pan, el agua,/ un aceite dorado, una sal gruesa/ €Mi madre dice: todo se ha gastado/ nada quedó. ¿Qué haremos? Y una nube/ como de luz me envuelve, una promesa/ de rebasar lo sórdido del mundo€»), pero su «ilustre pobreza», que el poeta superaba con la fortuna de no tener pero a la vez no necesitar, (algo seguramente aprendido a lo largo del trabajo de vivir igual que lo aprendió Quevedo, quien lo dejó dicho en el verso: «sólo ya el no querer es lo que quiero»), no era similar a la miseria de los españoles que viven ateridos y a oscuras al no poder pagar el recibo de la compañía eléctrica, recibo que ha registrado un aumento sin precedentes en los últimos años. Debe ser una casualidad (aunque dejé de creer en las casualidades hace mucho tiempo) que el precio de la luz haya subido casi un ochenta por ciento en los últimos diez años (un cincuenta y dos por ciento desde 2008, es decir, durante la crisis), mientras los consejos de administración de las compañías energéticas se llenaban de los políticos que las privatizaron.

Nunca se está más indefenso que a oscuras, ni más desamparado que cuando se tiene frío. Nadie debería pasar por ese trance, mucho menos cuando ha llegado a la vejez indefensa, sola y pobre, incapaz de soportar la presión de una sociedad que solo emite facturas con pronto vencimiento.

Stendhal tenía razón, a la vejez hay que llegar con unas monedas con las que amortiguar la ingratitud. Y luego hay que tener la prudencia de guardar dos para pagar a Caronte sus servicios de vadeo, no sea que nos quedemos para siempre en la inhóspita orilla del río de la aflicción.