La soledad es una oportunidad para dejarse observar por el mundo y, de paso, descansar de nuestra propia mirada, de nuestros pensamientos, de nuestras actividades diarias, de nuestras inercias conceptuales y de nuestros miedos. Gracias a la soledad se abren espacios para madurar y para entender dónde hay que buscar la felicidad (felicidad para uno y para los demás), donde hay que situarse para que la felicidad le encuentre a uno. Pero nuestro modelo de civilización, por desgracia, nos obliga a soledades improductivas y tristes, a aislamientos tenebrosos, a convertir la soledad (y a los solitarios: ancianos, enfermos, raros, dementes, sin techo, refugiados) en brusca administradora de crueldades. La palabra (la poesía, el pensamiento, la conversación) puede ayudarnos a entender esto y a transmutarlo en algo positivo. Porque no hay amor sin soledad ni soledad fructífera sin amor y la palabra, cuando está limpia de dominaciones y potestades y se atreve a respirar a pleno pulmón, ayuda a que las piezas encajen.

Existir es comprender, entre otras cosas, que uno es dos: el que vive dentro de uno y el que se fuga de uno. Y usar ese desdoblamiento, de la mano de la soledad, para alcanzar el objetivo final de la reunificación de ambos, para cicatrizar la herida esencial producida por esa ruptura. La buena soledad cura, junta bordes abiertos, cose, desinfecta. Esa es lo que logra la poesía, en sentido amplio (como sentido que no encarcela, como alma inscrita en cada cosa y en cada acción), y por eso es casi lo único que podrá salvar al mundo. Todo lo demás, pero cómo explicar esto, está vendido al apocalipsis, a la hecatombe, al vórtice de alguna de las enloquecidas nadas que nos acechan por los cuatro costados Cómo explicar, además, que la conciencia se pone a hablar (el canto, el poema, la fórmula ritual, el susurro de los enamorados, la novela, el tratado filosófico, el mito) en medio de la materia bruta, que de ahí ha surgido lo mejor de la especie y que es ahí a donde tiene que regresar la especie para salvarse a sí misma. Cualquier cosa que uno haga (arar, rezar, comerciar, poner ladrillos, escribir, caminar...) es una poética, es decir, una reflexión sobre la utilidad de eso que hace para la vida. Nuestra ocupación central debería ser hacer buenos poemas (con el arado, con los ladrillos, con las monedas, con el ordenador, con los pies, con la boca...) y quedarse a vivir dentro de ellos el tiempo necesario. El tiempo necesario significa: hasta que la soledad no le haga sentirse roto sino, al contrario, reunido, integrado, disponible de nuevo para lo mejor de la vida.

La soledad le da a uno la oportunidad de disfrutar, desde lo más profundo, desde lo que uno es de verdad, de lo que uno puede llegar a ser sin escuchar cantos de sirena, de lo que uno va siendo en medio del tráfago y las dificultades y las zancadillas que el mundo le va poniendo en su avanzar cotidiano, de lo que uno podría ser (su mejor yo o, para seguir con el razonamiento anterior, sus dos mejores yoes) sin venderse al postor más insistente o más despiadado o con más capacidad para seducirnos contra nosotros. No hay que tener miedo a la soledad sino usarla en beneficio propio y de los demás. La soledad sonora de la que hablaba el poeta y la soledad silenciosa a la que se refería el místico. La soledad como fuente de autoconocimiento y de dicha universal. La soledad que no mancha. O algo parecido.