La primera derrota de las democracias liberales es admitir que el populismo se ha impuesto como tendencia sin presentar la debida batalla. La derecha europea se radicaliza para cerrarle paso a la ultraderecha en el Reino Unido y en Francia. Paul Nuttall, el nuevo líder de UKIP, no sabe qué hacer porque la primera ministra Theresa May defiende el Brexit más duro y le ha taponado la banda por donde circular. A su vez, Marine Le Pen tendrá que escarbar en el polvorín de la banlieue para contrarrestar a Fillon, que ha prometido revisar el derecho de adopción de los homosexuales y quiere establecer cuotas para los inmigrantes. La única ventaja es que en España al Partido Popular le servirá con deslizarse al centro y cruzar los dedos confiando en una mejora de la economía para ahuyentar los fantasmas de la izquierda extremista y combatir el nacionalismo, las dos versiones locales del asalto demagógico a la razón. La verdad es que no hay mucho terreno donde trillar. Méndez Vigo, la cara amable de un régimen que ni tan siquiera lo es, ha retirado las revalidas como muestra de buena voluntad. Aunque a la fuerza ahorcan, el ministro de Educación responde a la necesidad de recular con una sonrisa. La ley Mordaza, esto, lo otro y lo demás allá, irán cayendo al igual que todas las normas impuestas por el rodillo de la mayoría. Mientras tanto el Gobierno usará el veto para frenar las iniciativas de la oposición que no encuentran ingresos con los que financiarse. Si la política había consistido durante todo el año en un diálogo para besugos a partir de ahora se traducirá en una cristalización de la nada. Leyes que caen, proyectos que no logran ponerse en pie. El único alivio es que el Gobierno, al contrario de lo que sucede en otros países, no tendrá que radicalizarse para cerrarle el paso a los radicales.