Los ciudadanos llevamos treinta años soñando con rescatar aquello que el automóvil nos birló en la década de los 20 del siglo pasado: desde la alcaldía de Pedro Aparicio se escucha hablar de la peatonalización del andén central de la Alameda. Treinta años parece un tiempo más que razonable para haber meditado sobre las necesidades y condicionantes de un proyecto necesario, cuya materialización prometía ser ejemplar: proceso participativo, colaboración entre las administraciones, etc. Y sin embargo las últimas novedades que leemos en la prensa transmiten una inquietante y lamentable sensación de improvisación. De repente alguien declara que esa anhelada recuperación del paseo central, que Urbanismo consideraba viable, ya no es viable, y que oh, sorpresa, hay una estatua en medio del camino. Un monumento que, más allá de lo que encarna la figura erigida sobre el pedestal, constituye un testimonio imprescindible de la historia de la ciudad en sus años más convulsos y un símbolo de sus contradicciones. (Qué gran oportunidad proporciona la reforma para recuperar la propuesta Sin Larios diseñada por el colectivo Agustín Parejo School en 1992).

Algunos llegamos a creer que era posible una Alameda vacía, rebosante de espacio para ser llenado entre todos. Como escribió María Zambrano: «Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como respuesta a lo que se busca. Mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada». Se ha usado estos días erróneamente el término «romántico» asociado a esta idea. ¿Romanticismo? No, se llama Ilustración. El ideal que trazó la Alameda en tiempos de Carlos III y que, en palabras de Lavoisier, establecía como objetivo del gobernante la búsqueda del gozo de todos los habitantes.