Todos tenemos enemigos, pero, como dice un texto clásico de la India (Bhagavad Gita), el peor enemigo está dentro de nosotros. Somos nuestro peor enemigo. Por eso hay que pensarlo bien, conocerlo mejor, estar atentos a lo quiere decirnos. Algo que siempre hay que hacer en primera persona.

Mi enemigo me busca para amarme, para abrir mis heridas con sus manos de sal y derramarse en ellas. Porque él le llama amor a esta constancia o fuego que nos rompe la piel y la ofrece a la noche y a los buitres. Me acaricia con tiernas dentelladas y me ofrece la muerte, esa herida perfecta, como un dulce. Mi enemigo es hermoso como andar por cubierta mientras ruge el tifón y el navío se escora para siempre. En ciertos días limpios mi enemigo es tan débil que de un hachazo o un beso en la mejilla podría deshacerle y convertirlo en polvo. Si mi enemigo se fragmenta es para hacerse más fuerte y más terrible. Sus fragmentos luchan los unos contra los otros: un espectáculo que me inmoviliza. Esta inmovilidad es mi derrota. Mi enemigo es el Señor del Lenguaje. Él siente mis palabras, cualquiera de ellas, no como un desafío sino como una rendición. Mi enemigo no es malo. Aquellos que me quieren quieren también a mi enemigo. Mi enemigo se anticipa a mí y cambia las señales del camino, apedrea las luces, despierta a los fantasmas. Mi enemigo llega antes que yo a lo que sueño, a los cuerpos que abrazo, al aire de mis pulmones. Mi enemigo esconde mi vida para que alguna vez, rendido, le entregue mi cadáver. Tengo que resistir y conseguir que sea él quien se canse de este juego antes que yo. Mi enemigo me canta una nana. Mi enemigo llama respuestas a ese puñado de tierra que me tira a los ojos cada vez que le hago una pregunta. Águila, caña de azúcar, guepardo, nutria, ciprés, mediodía: mi enemigo tiene las cualidades que busco en quienes amo.

«A los diez días me dijeron que mi enemigo había salido de su casa una noche y que no había regresado. Nunca regresará. Encerrado en mi pesadilla, seguirá descubriendo con horror, bajo la luna que no vi, la ciudad de relojes en blanco, de árboles falsos que no pueden crecer y nadie sabe qué otras cosas» (Borges).

Mi enemigo, una noche, cometerá el error de aparecer de pronto en lo que sueño. Mi enemigo conoce las rutas de la nada. Algún día este amor que le tengo a mi enemigo hará que se sienta tan solo como yo. Cada vez que mi enemigo me vence estoy más cerca de mi propio centro, ese lugar prestigioso que ahora me gustaría evitar para poder explorar el afuera, mis afueras. Mi enemigo me encuentra preguntando al vacío que he dejado en las cosas, a la brisa que nunca revuelve mis cabellos, a todas las mujeres que no abrazo, a aquellos sentimientos que no me habitan ni me buscan. Él sabe interpretar las huellas que no dejo como si las hubiese grabado sobre el mármol. Mi enemigo consigue que también me delaten los hombres que no soy, las infinitas vidas que rechazo. El juego de mi enemigo es elegante cuando ataca pero enmarañado cuando se defiende.

En Platón («Lisis») y en Nietzsche («Así habló Zaratustra») he leído estos días de mundo raro y desfeliz pasajes hermosos sobre el enemigo. Pereza para transcribirlos. Más pereza para pensarlos. Los dejo ahí para cuando necesite un lugar donde refugiarme. Si es que, cuando tenga que hacerlo, no lo encuentro ya ocupado por mi enemigo.