Es éste un país, como decían los Panero, necrófilo y repugnante. En ninguna parte se le saca tanta vida al muerto, se le pone tanto tesón, con declaraciones a toda pastilla, ordalías, jeremiadas, números circenses. En España atrona la muerte como en otros lugares lo hace el rey de la manada, sin ataduras y en estampida, arrasando todo remilgo, machacando la hierba. Se ha visto con Rita. De un modo tan chusco y poco ético que hace difícil mirar la tele otra vez y reconciliarse. Lo único que ha faltado es una acusación formal de asesinato, de las de mucho membrete y un destinatario común y encabalgado, con líneas calientes para los del vocerío de internet y los de Podemos. España tiene tanto pánico a la muerte que incurre en la canonización, cuando no en la hagiografía instantánea. Dice el ministro Catalá que pesará sobre las conciencias todo lo que se ha dicho sobre Rita. Y a uno le sorprende la facilidad que tienen algunos representantes de la cosa nacional para vestirse a lo divino, cambiando los fuegos fatuos de la justicia por la profecía chunga del infierno, que son invocaciones más bien de faldilla y quiromancia. Ahora resulta que escribir en contra de la gestión de un cargo público te convierte automáticamente en un ser mezquino, en un camorrista de la palabra. Mal asunto esto, que deja nuestra joven, por alocada, democracia, más cerca de la inmunidad marcial que de la asimilación madura de la crítica, que es algo consustancial a las reglas del juego. Los límites a la libertad de expresión están acotados por la definición jurídica de injuria y calumnia; más allá es, y debe ser, una cuestión de elegancia. Con Rita erró Podemos en la adjetivación, quizá no era el momento ni el sitio para el dedo acusador ni para la memoria de trazo grueso, pero la decisión de ausentarse del homenaje es tan legítima como pertinente. Las Cortes no son el lugar apropiado para este tipo de gestos. Y menos después de que el propio partido que promovió el minuto de silencio ha sido el primero en negarse a las condolencias oficiales con Labordeta e, incluso, a acudir al acto de respeto que le hizo el Congresos a los familiares de las víctimas de los crímenes del franquismo. Para los pésames, y más tratándose de una figura controvertida, están los pasillos y los micros, donde el PP, por otra parte, se ha despachado a gusto, tomando a Rita como caballo de batalla contra medios e instituciones e, incluso, modelando su causa sin rubor para hacer de ella una vía de escape para las rencillas internas. Nadie en su sano juicio estaría de acuerdo con parlotear irresponsablemente sin tener en cuenta el dolor de familiares y amigos, pero tampoco con esta clase de impudicia, de excesos. La muerte, el duelo, suele sacar lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Y, en este caso, y también entre los altos cargos del PP, la actitud no ha sido ni mucho menos ejemplar. Nadie, ni los periodistas, ni la verbena vecinal de internet, ni los jueces, han causado el fallecimiento de Rita. El lenguaje colectivo es imperfecto. Los que hablan de delito de telediario deberían volver a los clásicos: lo que se sugiere es del delito de opinión. El de toda la vida. Y eso es cruzar una línea peligrosa.