Anunciaron diluvios y luce el sol. Pronosticaron inundaciones pero en mi barrio, el arroyo Jaboneros continúa llorando por medio litro de agua. Y yo, sonriendo, como si esto no fuera conmigo. No me gusta quejarme de mi vida: veo casi bien, según mis nietos soy una abuela «muy molona», aunque no sé si reír o llorar cuando les oigo.

La vida es lo que queremos que sea, aunque, otros se empeñen en ponernos un montón de troncos delante de nuestro tractor. Lo que no saben los malotes es que con esos troncos, los míos y yo solemos construir unas barcazas preciosas que saltan todos los obstáculos del río de nuestras respectivas vidas. Es cuestión de echarle empeño. Palabrita. Sí, amigos si no se planta cara a los imbéciles, en unos días tendríamos que reverenciarles y los cuerpos no están para tamaño dislate.

Mi vecino de enfrente, el Monte San Antón, anda algo cabreado, perdón, enfadado, porque los constructores no paran de levantar chalecitos y edificios de varias plantas que arruinan el precioso paisaje que disfrutábamos hace veinte años. Uno de estos amigos me lo comentó y, no lo puedo remediar, soy muy mala, le dije que no se tomara tantos berrinches porque de aquí a veinte años ya no los veríamos más. Me miró extrañado y me preguntó: «¿Se va del barrio?» «No, me habré ido del mundo de los vivos. No merece la pena tomarse tantos sofocones, al fin y al cabo ya tenemos quienes defiendan nuestros derechos -mis hijos y los suyos-. Nosotros a vivir, que nos quedan tres ferias, vecino». Pues ya no me habla. La verdad es que no sé si, a veces, me paso con mis consejos. Mañana, cuando le vuelva a ver le pararé y me disculparé. El sábado les informaré. Hasta más ver.