Aunque uno ya sabía desde hace dos décadas que, contra cualquier lógica geográfica, el Transiberiano atravesaba toda la estepa rusa para acabar deteniéndose en Málaga gracias a la edición artesanal que realizó Árbol de Poe de un largo poema de Blaise Cendrars (Prosa del Transiberiano y de la pequeña Juana de Francia), ahora nos lo recuerda la publicación de Transiberiano. Este guion, escrito por Francisco Cumpián a partir del poema de Cendrars y con ilustraciones de Mavi Herrero, que puede encontrarse en la editorial Luces de Gálibo (un saludo desde el andén de esta columna al revisor y maquinista de la misma, el profesor de la UMA Ferrán Fernández), es una invitación al viaje, a la imaginación, a la buena literatura y al misterio. Algo pasa ahí que, escena escena y dibujo a dibujo (magnífica la atmósfera densa y limpia y oníricamente lúcida, de corazón que bombea a la velocidad de los vagones sobre los rieles, que consigue la autora de los mismos), uno intuye que habla de él. Una historia de soledades tumultuosas y de fidelidades frágiles (al amor como microscopio para el alma, a la escritura como forma de vida, al desplazamiento como constatación de que nadie se mueve de su centro haga lo haga) que es la de cualquiera de nosotros a poco que nos asomemos sin trampas a lo que somos.

En otra de las vías de la Estación Málaga también se acaba de detener el último número de la revista Litoral: Trenes. Arte y literatura, cuya edición se debe a la sabiduría y al buen gusto de Lorenzo Saval y Antonio Lafarque. Cientos de fotografías, cuadros, poemas, artículos y prosas que repasan el infinito imaginario ferroviario de la humanidad. Dividida en temas (locomotoras, ventanillas, humo, vapores y silbatos, oficios, estaciones, andenes, besos de ida y vuelta, vías y señales, billetes, equipaje, puentes, amor y desencuentros, mirando el paisaje, lectura sobre ruedas, trenes en el paisaje, trenes en la noche, ver pasar trenes, trenes míticos, trenes fantásticos, él último tren, tranvías, metro y un largo etcétera), uno avanza por su páginas como esos asaltantes o esos fugitivos que en las películas se juegan la vida corriendo por el techo de los vagones: con la adrenalina disparada y vigilando de reojo para no golpearse la cabeza con un túnel. Porque es de verdad un monográfico antológico e inolvidable, y porque se agradece de corazón tanta sensibilidad, tanta inteligencia y tanto talento puestos al servicio de un símbolo universal (al menos desde el siglo XIX) al cual hemos confiado muchos de nuestros sueños y algunas de nuestras realidades.

El viaje sobre ruedas por antonomasia. El vértigo de la existencia entregada al placer de ese tiempo suspendido que es saberse pasajero de un tren que conducen otros. La nana divina de los trenes que escuchan, desde un arriba que parece lo más abajo, estrellas y planetas para afinar sus nocturnas melodías metálicas. Los trenes, que apenas nacieron hace un par de siglos, parecen tener, como sus hermanas las barcas silenciosas, miles de años de vida: tal es la hondura de sus implicaciones emocionales, tal es la manera en que se han arraigado en nuestros mecanismos narratológicos, tal es su capacidad para despertar ensoñaciones felices y adormecer angustias. Es lo que descubrimos abordando esos trenes, el Trasiberiano de Cumpián y Herrero y los de la revista Litoral de Saval y Lafarque, detenidos en la Estación Málaga. A uno, que ama los trenes con pasión, no se le ocurre mejor regalo que este para huir del inmediato e insalvable tedio de las fiestas que se avecinan.