La cultura es un consumo de felicidad con bouquet. Un libro, una exposición, un concierto, una película, una obra de teatro, te brindan el deleite de la evasión y te regalan un estado con el que cruzar después hacia el tiempo de fuera. Y cuando su propuesta es espléndida, te conquista y te embriaga, la cultura despierta más allá el paladar y hace difícil desengancharse de lo visto y lo sentido. La embriaguez provoca el deseo de seguir permaneciendo dentro de la historia, degustando de nuevo los detalles, las emociones o ideas que la lectura, las piezas plásticas, los actores te han contado atándote a ellas y a su eco. En esos momentos la cultura es una poética forma de felicidad que nos ayuda a fluir dentro de nosotros mismos. También con aquellos que han compartido esa misma experiencia sensitiva y de conocimiento, y con los que se puede crear una enriquecedora conversación de puntos de vista, de matices, de referencias. Una disección colectiva que recuerda aquellos cinefórum de los que provienen esos fieles espectadores canosos de los cines con versión original y cine de autor. El mismo público que llena los teatros en los Festivales y en cada ocasión en la que participa una buena compañía, actores de prestigio como José Sacristán, Flotats o José Luis Gómez, y textos cuya profundidad y gama continúa siendo un espejo en el que mirarse las sombras de la naturaleza humana. Esta semana me ha ocurrido con una película y una obra de teatro. Dos oasis y bibliotecas de la cultura que soy y comparto.

Empezaré con Incendios de Wajdi Mouawad. El escritor y director libanés que durante su infancia en Beirut contempló desde lo alto de un edificio cómo un autobús abarrotado de refugiados palestinos era acribillado por las milicias cristianas, al comienzo de la guerra civil libanesa de la que su familia huyó a Paris en 1977 y seis años después a Montreal. Aquella herida en la mirada, junto con el drama fratricida, está recreada en la historia que se hizo célebre al ser llevada al cine en 2012 por Denis Villeneuve y que ha representado en el Cervantes de Málaga el Teatro de la Abadía con dirección de Mario Gas. Toda una lección de teatro, maravillosa, trágica y poética en su turbación y en su humanidad en la que se funden la vida y la muerte, la fábula del destino y la búsqueda, la derrota y la dignidad, la lucha y la resistencia, y cómo es posible convertir la violencia en amor. Su drama y su belleza te secuestran la atención y el aplauso contenido durante tres horas, cuya única pesadez es la que causan las toses. Esa nerviosa mala educación del público español contra la que se crecen admirablemente los actores en la fragilidad de su concentración, especialmente cuando son monólogos de increíble tensión lírica como sucede en Incendios.

El mérito de que esta pieza conmueva y acaricie, atrape al espectador y ratifique la pasión por el género, se debe tanto a la fuerza de un texto coral, arraigado en su drama y en la psicología emocional de los personajes en Sófocles, Eurípides y Shakespeare, como a la sobresaliente interpretación de sus actores desdoblados en varios personajes, exceptuando a una espléndida Laia Marull, crecida en su madurez escénica en el papel de la joven Nawal Marwal, y a los actores que dan vida a sus hijos gemelos obligados por la muerte sin descanso de su madre a encontrar al padre que creían muerto y al hermano cuya existencia ignoraban para entregarles unas cartas, y descubrir una verdad que sólo entonces podrá ser contada.

Tres historias, tres incendios, tres personajes más en pie y carnalidad del teatro en la prestancia y voz de la reina Nuria Espert, Nawal madre y la mujer que canta, inconmensurable en el desgarrador discurso del juicio a su verdugo, y estéticamente Maga en los tres gestos y siete segundos en penumbra con los que se va transformando, conforme la visten, en la anciana abuela Nazira. Ninguna emoción ni credibilidad se le resiste tampoco a Ramón Barea, grande en su papel de notario Lebel, propio de O´Neill y de Miller, y fantástico hakawati del secreto y del origen como Abdessamal y Malak. 23 personajes de una caja de Pandora que indagan en la barbarie y humillación de las víctimas de la guerra y en cómo descarnar el silencio del dolor. Llueve para fertilizar la tierra de sangre seca. Llueve porque el llanto cicatriza. No puedo contar el final porque desde el 29 de diciembre al 2 de febrero y el verano después estará en Oviedo, Sevilla, Las Palmas de Gran Canaria y Tenerife. No se la pierdan, vayan, aunque no sean aficionados al teatro. Pocas veces degustarán un vino gran reserva cuya amarga persistencia en el paladar se transforma en una caricia de extraordinaria riqueza sensorial.

Familia de Nawal Marwal podría ser Golshifteh Farahani, mariposa en pop blanco y negro y mujer lúcida de Adam Driver, el conductor de autobús afable y sereno de Paterson, la última película de Jim Jarmusch por la que conduce el protagonista su oído y su mirada, sin perder la sencilla sonrisa del observador y armando domésticos y sencillos poemas al estilo de William Carlos Williams, nativo de Paterson, en pareados que encuentran su metáfora en las parejas de gemelos que continuamente aparecen y en la gramática de los pensamientos a través de las pausas, propias de Wim Wenders, una de las influencias junto con la de Kurosawa de Jim Jarsmuch. No tiene Paterson la melancolía espectral ni las graduaciones azules de la historia de Sólo los amantes sobreviven pero es un encantador cuento Capra con una hermosa atmósfera hopperiana en las escenas pictóricas de la espera, la soledad en recogimiento, el bar de las almas de noche y del amor al borde de una historia de la que no sabemos qué ha sucedido. Tampoco posee el humor negro de Flores rotas o de Noches en la tierra que se vuelve humor introspectivo en Paterson, pero tiene la misma belleza fotográfica de siempre en los planos de la catarata del río Passanic -manantial de inspiración, y flujo del tiempo-, o del cristal por cuyo interior el autobús navega como un barco en bonanza. Una bonita película sobre cómo los ecos de la rutina, la belleza de los pequeños gestos e incluso una caja de cerillas pueden convertirse en la poesía de la vida. No es poco remansar el espíritu en esta idealizada ciudad de cine, en la que todo se reconstruye cuando amanece y el destino es un turista japonés, en estos tiempos donde el ritmo es la oferta de la fugacidad o la del estrés a cambio de saldo.

Cada cual atraviesa estos días a su manera y busca la celebración de la vida en un espectáculo distinto. Para unos ha sido el puente de un viaje después de las lluvias, para otros consiste en inmortalizarse en un selfie en medio de la sinfonía de luces de la calle capital en la que desembarcan autobuses de la provincia. Y los hay que subirán hoy a Colmenar a la fiesta del mosto y la chacina. Yo me quedo entre los que consumen cultura y mañana festejaremos la apertura del Museo de Bellas Artes en la Aduana de Carlos III que fue en tiempos de revueltas una ratonera en llamas y una sede policial en la que la izquierda clandestina pernoctaba. Y mientras mañana la cultura gana la pinacoteca por la que tantos firmamos la calle, seguiré la vida adentro cruzando la ciudad en autobús y escuchando a la mujer que canta.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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