Cudeiro entrevistó el otro día en El País a Gaizka Garitano. El técnico del Deportivo dijo que a los entrenadores se les da demasiada importancia y que el fútbol sigue siendo de los futbolistas. Yo memoricé esas palabras como si del Padre Nuestro se tratara porque me servirán para defender esa tesis en las discusiones de barra de bar, aún sabiendo que un argumento de autoridad no es más que una forma de falacia.

En los momentos y en los lugares en los que suelo abordar este tipo de debate trascendental nadie tiene a mano los apuntes de Teoría de la Argumentación, ni nada parecido. «Oye, que no lo digo yo, que lo dice Garitano, tío».

Y es que no dudo que se tomen en serio el trabajo, pero no han conseguido los entrenadores una aportación mayor al fútbol que darle sentido teatral al mundillo. Si los árbitros son un mal necesario, a los entrenadores los tolero especialmente como personajes complejos de una gran obra. Están rodeados de gente, pero están en el fondo solísimos. Se piensa que mandan un montón, pero nadie es tan frágil, nadie depende más de los de arriba y de los de abajo.

Ese perfil lo pulió David Peace en Maldito United, un retrato asfixiante sobre la obsesiva personalidad de Brian Clough y su gestión del miedo y el fracaso. Da igual que la novela esté moteada de medias mentiras, como dicen, porque ahí es a lo que voy desde el principio. No hay entrenador que no se cree un personaje y no hay personaje que no termine devorando, a su vez, a la persona.

«Te voy a dar un consejo», escribe Peace para Clough en particular y para el gremio en general, «no importa lo bueno que seas ni lo poderoso que creas ser, porque el presidente es el jefe. Y luego vienen los directivos y después el secretario y luego los aficionados y los jugadores; y finalmente, está el último de todos ellos, el puto entrenador».

Como generadores de anécdotas, eso sí, no admiten rival. Ray Loriga contó una vez una confesión de Luis Figo sobre Vicente del Bosque. Decía que tenía dos tácticas. Al principio decía «chicos, haced lo que sabéis», y, si en el descanso la cosa no iba bien, decía «haced lo que sabéis pero más rápido porque vamos perdiendo». Campeón de Europa y del mundo, de clubes y selecciones, y encima El Niño Gusano tituló con su nombre una canción: ídolo.

A Carlos Simón, maestro barraquero de la escuela valenciana de entrenadores, le preguntaron en una rueda de prensa si sentía presión. Contestó que presión sentía cuando su mujer se le ponía encima en la cama. Era de lengua suelta, Simón. Llegó al Villarreal porque al entrenador anterior le habían metido cuatro en el partido previo. «En el fútbol actual es imposible que a un equipo le metan cuatro, ¡imposible!», aseguró ante el debut liguero. El Villarreal fue a Eibar y le metieron cuatro. Por supuesto.

Alguno más le cayó aún al Castellón en el Camp Nou, en Primera, hace un milenio. No sería porque Luiche no lo advirtiera. Vio a sus jugadores peloteando en el vestuario, antes de salir. «Tocadla aquí», les dijo, «que en el campo después no la vais ni a oler».

Mejor le fue, hace poco a Toni Aparicio con el Olímpic de Xátiva de Valencia en Copa del Rey contra el Real Madrid. Rascó un glorioso 0-0 en su estadio. «Ahora, cuando por ahí digan ´con quién ha empatado este tío en la vida´, podré decir que empaté una vez con el Real Madrid».