El próximo 15 de junio de 2017, se cumplirán cuarenta años de las primeras elecciones democráticas celebradas solo 19 meses después de la desaparición del general Franco. Pasamos del «Españoles: Franco ha muerto», pronunciado por Arias Navarro en TVE, al «Españoles: la democracia ha vuelto» que podría haber exclamado Adolfo Suárez, su sucesor en la Presidencia del Gobierno, sin que al principio nadie lo creyera capaz de ello. Y de ahí, en un gran salto, al 20 de diciembre del 2015 para gritar al unísono, Pablo Iglesias y Albert Rivera, «Españoles: el bipartidismo ha muerto».

La Transición fue muy rápida -elecciones libres en menos de dos años y Constitución en tres- mientras que lo que vivimos ahora -acaso una Segunda Transición, aunque de baja intensidad- discurre con exasperante lentitud. Para formar Gobierno desde los comicios del pasado 20 de diciembre, el Congreso se tomó casi un año y hubo que pasar por el despropósito de repetir elecciones. Arrancar una abstención del Partido Socialista -hubiera bastado con la abstención técnica de solo siete diputados- costó casi un cisma que amenaza la estabilidad.

No es la única incertidumbre que planea sobre la renovada estructura de partidos. Si las últimas encuestas estuvieran en lo cierto, se diría que el PSOE tocó suelo y Podemos toca techo, a pesar de haber engullido electoralmente a Izquierda Unida. Hay un alto número de votos socialistas perdidos en la abstención o con destino incierto, por el momento. El debate interno de Podemos, que ha saltado de Twitter a documentos con firmas, es ése: una política menos agresiva para crecer, como defiende Íñigo Errejón, o posiciones más radicales como las que parece propugnar Pablo Iglesias, más cómodo en la protesta de la calle que en negociaciones parlamentarias. Parece que será así hasta su congreso en febrero, que coincidirá con el del PP.

Incertidumbre también con lo que pueda pasar en Cataluña, no sólo en su encaje tan difícil ahora en España, sino en la propia estructura de partidos. Como el antiguo pujolismo de Convergencia se echó al monte del independentismo y la minoritaria fracción democristiana de Durán Lleida naufragó en las urnas, el problema de Rajoy, como le confesaba en privado a Anton Costas, presidente del Círculo de Economía de Cataluña, es que no tiene con quién negociar. El catedrático Costas, un vigués de gran inteligencia, desvelaba en una entrevista en La Vanguardia esa confidencia de Rajoy y, además, una frase para la galería de perlas del pensamiento político del presidente: «Hay ocasiones en que lo urgente es no hacer nada».

Pero tal como estamos sí es urgente hacer algo. Aún con el PSOE fracturado, con Podemos dividido y con el pujolismo desorientado, la ciudadanía tiene derecho a exigir algún rumbo concreto a la política española; y a la catalana también. Se diría que Rajoy creó escuela, porque la Gestora del PSOE también deja consumir impasible los tiempos, quizás para que se haga realidad el sueño de Susana Díaz, solo confesado a sus íntimos: presentarse a un Congreso socialista sin oponentes. Pero Pedro Sánchez, aunque Iceta y la presidenta balear Armengol opten por la neutralidad, no está previsto que se retire. La división, se lamentan los socialistas, no sólo es de dos mitades algo desiguales, según quién te lo cuente, sino que se percibe agrupación por agrupación y eso es muy doloroso en la vida cotidiana del partido.

Cuarenta años de democracia, después de cuarenta de dictadura, deberían servir para asegurar algunas certezas sólidas. La política española, ahora tan imprevisible, debe encontrar un rumbo, un modelo de consenso renovado que nos conduzca a algunas décadas más de estabilidad y de crecimiento económico. Como motor de aquella Transición rápida y exitosa destacó la sociedad civil que exigía democracia. Ahora la sociedad civil debe movilizarse para exigir estabilidad, política eficaz contra la desigualdad, reformas razonables y la erradicación definitiva de la corrupción. Movilización sin tardanza contra la parálisis.