Llegas de Málaga. Y Madrid no está. Subes a la azotea del hotel para respirar el vaho invernal, como un pájaro que sale de una nube. Has pulsado el botón del ascensor que pone terraza para sobrevolar los tejados con la endeble idea de que así superarás la contaminación de la gran ciudad y de tu pequeña existencia, y Madrid ha desaparecido. La niebla es un fenómeno extraño, aunque le ataña a la ciencia. Es pura metáfora meteorológica. Poética, trascendente, aterradora, misteriosa, una esperanza de humo sin incendio. Te deja más solo.

Por la noche has caminado por la ciudad y cuando ibas calle Atocha abajo viste al hombre (y otro y otro€) que duerme en la acera. Daba más frío aún mirarle, el frío miedo de imaginarse en él. Tu conciencia de superviviente intenta clasificarle como indigente, pero aún te resistes a inyectar morfina para que duelan menos las heridas de la verdad. Sabes que un indigente ya no parece humano y lo que le pase de malo es casi normal, como a los refugiados o a los llamados inmigrantes, e importa menos que lo que te pueda pasar a ti. Muchísimo menos. ¡Dónde va a parar!€

Dónde vas a parar, te preguntas ya en la cincuentena, cuando pareces nadie andando en la noche, apretando el paso como si te persiguiera alguien. Pero no te sigue ni la sombra que en esa húmeda oscuridad no se proyecta. Caminas con la sensación de que la ciudad que viviste no te recuerda. Tu Madrid se ha ido llenando de barcos fantasma que tú intentas avistar como un holandés errante para no naufragar del todo. Te hubiera gustado llevar a una amiga de verdad a cenar a La Carreta, por ejemplo, aquel restaurante de la calle Barbieri donde se podía comer la mejor carne a las cinco de la mañana. Uno de aquellos lugares donde cultivaste la amistad en nutritivas conversaciones interminables y te comiste la vida de postre. Pero ya no está.

Están las habitaciones de hotel que, como ya he descrito otras veces, son como los pasillos de espera de los aeropuertos, raras zonas de confort, planetas intermedios en el universo de lo real. En ellos no suele hacer ni frío ni calor. Ni hay en ellos felicidad o miedo. A no ser que una bomba absurda los haga saltar en pedazos. A veces pasa.

Miras las tortugas en el estanque de la estación de tren. Crees oír cómo sus pequeñas uñas arañan los islotes terrosos a los que se aferran para no estar todo el tiempo en el agua. Un pez anaranjado y gordo como para nadar en un lugar más amplio parece mirarte sin verte desde el fondo. Como nos miramos quienes estamos esperando nuestro tren en la estación, sentados para hacer tiempo o tropezando a la carrera para pasar el control de equipajes. Eres uno de ellos a pesar de que quizá tu tren pasó y ya sólo te queda esperar, sentado en la estación.

Incluso llegas a preguntarte qué serías en ese estanque interior, a cubierto de la indigencia aunque privado de libertad. ¿Pez, tortuga, planta acuática, agua€? Anoche llovía en Málaga, ya de vuelta.